El juez Manuel Marchena en el Tribunal Supremo durante la apertura del año judicial de 2019.
30/09/2024
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Por mucho que siga siendo verdad lo que “España nunca falla”, atrás han quedado (o deberían haber quedado) los días en los que la evidencia de las limitaciones democráticas del estado español con Cataluña actuaba de suplemento euforizante cargador de razones para las aspiraciones independentistas.

Y, sin embargo, esta amnistía nos sigue dejando algunas perlas. En el episodio de ayer, el Supremo confirma que no aplicará la ley de amnistía a los líderes del Proceso imputados por malversación porque, al igual que el juez Llarena, cree que lograron “un beneficio personal de carácter patrimonial” porque, como el referendo se pagó con dinero públicos, ellos se ahorraron tener que ponerlos de su bolsillo y, por tanto, “se enriquecen” con lo que deberían haber pagado.

El argumento es tan retorcido que incluso una magistrada ha emitido un voto particular diciendo que los argumentos de la mayoría son una "ficción jurídica" y que prescindir de la voluntad del Congreso hace que la decisión de no aplicar la ley no sea " interpretativa sino derogatoria”.

La sala presidida por el juez Marchena sigue revigiéndose contra la ley; una ley que pinta como una especie de mordaza inadmisible para la justicia. Responde así en coherencia con la ficción principal, la del 2019, que fue acusar de rebelión y condenar por sedición a los procesados. Y así estamos, con una amnistía que es como esas prórrogas que nunca acaban (o solo acaban cuando marca el Madrid). La represión del Estado es capaz de cualquier cosa. Al igual que la división independentista siete años después del 1 de Octubre.

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