Fiesta empantanada

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El juez Pablo Llarena saliendo del Tribunal Supremo.

El Onze de Setembre llega intoxicado por las noticias de la gran embadurnada en ERC: un goteo de suciedad que es indiciario, una vez más, de opacidad, de malas prácticas, de pésimos asesoramientos, de liderazgos exasperados, de inseguridad combinada con prepotencia, de huidas hacia adelante, de intereses estrictamente personales mal maquillados con solemnes apelaciones al bien común y, en su caso, a la liberación nacional. Todo ello es decepcionante, y particularmente dramático, para un partido que ha hecho gala y alarde de una larga trayectoria histórica éticamente irreprochable, y es triste porque los cínicos mojan pan y se frotan las manos. ERC debería salir de su congreso listo para iniciar una travesía, también larga, por el desierto. Y asumir que las ilusiones y el proyecto político que un día fue capaz de generar el Proceso han desembocado en este charco de resentimiento, acusaciones mutuas, personalismos y descomposición. De ERC, pero no sólo.

Ésta habría tenido que ser el Día de celebración de la amnistía de los represaliados por el Proceso, pero solo lo será, a lo sumo, en los discursos oficiales del Gobierno de Isla y quizá en algún tuit en catalán de Pedro Sánchez. La amnistía ha sido boicoteada por un poder judicial acostumbrado a actuar de parto con toda impunidad (“déjennos en paz”, dijo y repetir quien hasta hace poco presidía ese poder, Vicente Guilarte), y que ahora dicen que tímidamente comienza el camino de la regeneración que el susodicho Sánchez reclamó para los jueces y para los medios de desinformación. Veremos en qué queda, pero hasta ahora la amnistía tiene resultados magros e incluso sarcásticos (se han amnistiado más policías que activistas). Por su parte, el Partido Popular ha empezado el curso redoblando la intensidad y la bajeza de su labor de erosión de los principios democráticos, bajo la convicción –agónica, obsesiva– de que debe ser en este curso que derriben a Pedro Sánchez. Todo lo demás les importa, literalmente, un rábano, y en el caso de Feijóo es, además, una cuestión personal: él y el presidente del gobierno español se detestan en serio, y además, si el gallego no hace caer a Sánchez, será él quien caerá. En todo caso, ahora asistimos a la ofensiva de presidentes autonómicos del PP presentando recursos de inconstitucionalidad contra la ley de amnistía, descalificándola con calificativos campanudos que son autorretratos involuntarios: "obscenidad", dice Ayuso. "Aberración", clama Mazón. “Atropello”, rumia Bonilla.

Por último, pero no menos dignos de mención, están los independentistas que sencillamente no quieren que la ley de amnistía vaya bien. Que nada vaya bien a nadie, porque de esta manera, calculan, volverá a haber una fuerte movilización ciudadana. Olvidan, confunden, que hace siete, ocho, diez años, la gente no se movilizó por odio ni por cabreo, sino por ilusión. Confundir la amargura con la inteligencia, la arrogancia con la fuerza, la discrepancia con el insulto, es de perdedores. Nunca ha sido cierto que, cuanto peor, mejor. En cambio, peor es cierto que siempre se puede ir.

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