El fiscal general y la justicia futbolera

El fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, a la salida del Tribunal Supremo
23/11/2025
3 min

Mal vamos cuando las decisiones judiciales se leen como si fueran un partido de fútbol: conservadores 5, progresistas 2. Así se encabezan las crónicas de la sentencia del Tribunal Supremo que condena al fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, a dos años de inhabilitación. Y lo más grave es que si las lecturas políticas de los altos tribunales se han convertido en costumbre es porque las señales de politización de la justicia no decaen, incluso algunos jueces se autoidentifican con naturalidad por sus disposiciones ideológicas.

De hecho, en este caso, el aura política que lo rodea no sorprende en la medida en la que ha sido un procedimiento sin otra pretensión que utilizar al alto tribunal para salvar sus intereses personales (en este caso de Alberto González Amador, la pareja de la presidenta de Madrid). Y que han encontrado en el fiscal general el punto sensible para alcanzar sus propósitos. La aceleración con la que el Tribunal se ha pronunciado –una semana después del juicio–, la comunicación del resultado antes de escribir y aprobar la sentencia, es decir, sin el acta del partido, no hace más que poner en evidencia la politización del caso. Prisa por pasar página. Y la falta, hasta el momento presente, de pruebas contundentes pone de manifiesto el peso de la subjetividad en la decisión de los jueces. Al fin y al cabo, son humanos, cargados como todos de prejuicios, y aunque en sus funciones deberían controlarlos al máximo, esto no les impide, en las formas y en los hechos, alimentar a menudo una imagen de autoritarismo más que de justicia, fruto de una cierta rivalidad entre los poderes del Estado. Una tendencia que se hace más visible cuando gobierna la izquierda, debido a la tendencia mayoritariamente conservadora de los magistrados. Y con el PP al acecho para saltar sobre la fiera, la sensación de confusión entre los poderes del Estado se hace más grande.

Cada vez se pierden más las formas, aunque son esenciales en justicia. No debería haber ningún margen de ambigüedad ni en los textos ni en los gestos. Y, en cambio, se nos dice el qué y no el porqué. El resultado de la deliberación se comunica antes de escribir la sentencia, por lo que el acusado se convierte en condenado sin conocer el fundamento de la decisión. Y así se permite que se haga una utilización política inmediata sin necesidad de argumentario, como ya ha hecho Feijóo a piñón fijo: que se vaya Sánchez, ya. Y, al mismo tiempo, se pone al condenado entre la espada y la pared sin saber las razones. La movilización del PP, coincidiendo con el momento en el que se ha entregado definitivamente a manos de la extrema derecha, es indiciaria: interpreta la condena como un estímulo para sus batallas y pone la directa sin escrúpulo alguno.

Uno tiende a pensar que la función del Tribunal Supremo, además de dictar sentencias, es definir un marco referencial compartido y transmitir un espíritu garantista que deje poco margen a la arbitrariedad. En realidad, parece que hacer público el resultado de un juicio es lo único que importa, especialmente en un caso como este, que podría contradecir el sentido común, y en la opinión jurídica abundan las discrepancias. La pregunta es: ¿dónde está el delito? Y la respuesta es: hay delito, ya lo explicaremos más adelante. Todo ello una frivolidad que choca con la gravedad que debería distinguir a una de las tres principales instituciones del Estado: el Tribunal Supremo. ¿Qué tiene la justicia que la hace indiciariamente conservadora?

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