No se me ocurre mejor aplauso por Juan Antonio Bayona que darle las gracias por haber rodado La sociedad de la nieve. Más allá del prodigio de mantenerte atrapado en la butaca con el corazón encogido viendo una historia de la que todo el mundo sabe el desenlace, pertenece a la exclusiva categoría de películas que te las llevas contigo cuando acaban. Y entra, también, en la aún más selecta lista de producciones audiovisuales que ofrecen motivos para seguir creyendo en la nobleza del ser humano, precisamente ahora que estamos viviendo un espanto detrás de otro en forma de guerra mundial regionalizada.
A los supervivientes de la tragedia aérea de los Andes les guía, por supuesto, el instinto de supervivencia. Pero la forma con la que se dan cuenta de que no tienen más remedio que comerse la carne de sus compañeros muertos, el debate que genera esa necesidad inasumible, las objeciones de conciencia que se plantean, todo en medio del frío extremo y de la evidencia que están incomunicados del resto del mundo, no lo pusieron nada fácil. . Las personas son una pequeña estufa de 37 grados, y si descienden de 35 grados, hipotermia. Los cuerpos, si se pican y se frotan, se mantienen vivos. Y nosotros jugábamos en rugby, no teníamos miedo al contacto y golpearnos formaba parte de nuestra relación”. Eran jóvenes, deportistas, cristianos practicantes y querían seguir teniendo toda su vida por delante. Y ahora, gracias al trabajo de Bayona, siguen dando vida a los espectadores que, metidos durante un rato con ellos en el fuselaje de aquel avión siniestrado, vamos recibiendo lecciones de grandeza humana, una tras otra.