A nuestro gran historiador Josep Fontana le gustaba citar una frase del satirista alemán Karl Kraus: "Que Dios nos conserve para siempre el comunismo para que la chusma capitalista no se vuelva más desvergonzada y para que, al menos, tengan pesadillas cuando van a dormir". Fontana la utilizaba para sacudir conciencias y señalar un patrón histórico contraintuitivo: tal y como demostró el economista Thomas Piketty en su análisis sobre el capital en el siglo XX, si observamos la evolución económica del globo tras la caída del Muro de Berlín, constatamos que las desigualdades alcanzaron un mínimo histórico en la década de los 70. Pues bien, esta semana, que hemos visto la fotografía de Xi Jinping, Vladimir Putin y Narendra Modi, no puedo evitar pensar qué diría Fontana de esta nueva Guerra Fría en la que el capitalismo no debe perder ni un solo minuto de sueño por culpa de ningún enemigo ideológico.
En el arco que va de la guerra de Ucrania a la claudicación comercial humillante que la Unión Europea ha firmado este verano, se ha puesto de manifiesto que Europa está completamente subordinada a Estados Unidos, sin ninguna fuerza negociadora ni autonomía estratégica. Después de décadas de austeridad autodestructiva, hemos dejado de invertir en tecnologías productivas y en innovación y hemos bajado sueldos por hacernos dependientes tanto de los consumidores americanos como de su paraguas militar sin desarrollar músculo propio. En ese contexto, el mensaje que nos llega de la UE con caras compungidas parece razonable: hemos vivido de préstamo y ahora toca pagar la factura recortando derechos y protecciones sociales.
Pero yo no puedo evitar viajar a un pasado no tan remoto y comparar. Durante la primera Guerra Fría, el gasto militar de Estados Unidos y Europa representaba un porcentaje mucho más alto del PIB tanto de lo que hemos invertido en las últimas décadas como de los objetivos que ahora se piden y se nos presentan como draconianos. Y, sin embargo, fue justamente durante estos años que se crearon todas las instituciones del estado del bienestar y la prosperidad y la igualdad no pararon de crecer. Y eso con una amenaza de conflagración nuclear mucho peor que la de hoy. ¿Cómo puede ser que una competición geopolítica infinitamente más descarnada que la actual fuera compatible con un incremento del bienestar social histórico?
Con la lectura de Fontana vemos que no sólo ambas cosas eran compatibles, sino que esta competición era justamente el motor de la igualdad. Porque aunque el sistema actual nos parezca una jaula irreformable, lo cierto es que los modelos sociales sólo aguantan mientras alguien cree en ellos y las cosas pueden darle la vuelta muy rápido. De hecho, no hay mejor ejemplo del peso de la fe y las narrativas en política que la caída del comunismo soviético, que no se derrumbó por una revolución a la francesa, sino cuando la gente comparó la realidad con los discursos y dejó de creer en el relato oficial. Siguiendo las ironías, el argumento más fuerte de los efectos que podría tener una alternativa ideológica al capitalismo es precisamente la lógica que defiende el propio capitalismo: ¿que no es la doctrina del mercado libre la que nos advierte de que un producto que sabe que no debe sufrir por la competencia se degrada inexorablemente?
La gran diferencia entre la nueva Guerra Fría y la anterior es la falta de competencia ideológica que ha dejado el agujero del comunismo en particular y de las izquierdas en general. A ambos lados hay democracias como Estados Unidos e India, y dictaduras como China y Rusia, pero todo el mundo coincide en volver al modelo de los imperios del siglo XIX, con esferas de influencia y choque de civilizaciones, un sistema en el que cada superpoder se atribuye una zona con un conjunto de estados vasallos y cohesiona a sus ciudadanos enemigas, que supuestamente tienen valores que nos hacen eternamente incompatibles. En ausencia de ninguna propuesta universalista y cooperativa para las mayorías, campa un particularismo competitivo que sólo beneficia a las élites respectivas. Con un imaginario, los estados deben competir por ofrecer el modelo más justo a sus ciudadanos; con el otro, por quien les exprime mejor.
Europa es el último espacio en el que queda algún reducto de las convicciones con las que se podría reconstruir una alternativa, y ahora mismo se encuentra ante la disyuntiva de convertirse en la colonia de Estados Unidos o transformarse radicalmente hacia la autonomía. Naturalmente, tomar un camino u otro dependerá mucho de las visiones que seamos capaces de hacer circular y en torno a las cuales nos organizamos. Por todo ello, ahora que se están afilando los argumentarios para justificar muchos recortes sociales y políticos en nombre de una nueva Guerra Fría, creo que es especialmente útil recordar que la última vez que se produjo un enfrentamiento planetario bastó con la amenaza de una idea de igualdad creíble para que el capitalismo todopoderoso ofreciera la versión más poderosa. Detrás de cualquier decisión política disfrazada de realismo siempre es necesario buscar qué ideas hay, y cuáles brillan por su ausencia.