Guerras y diplomacia

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El presidente estadounidense, Joe Biden, es recibido por el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, en Tel Aviv el pasado 18 de octubre.

Israel. Seis meses de guerra abierta en Gaza y más de 30.000 muertos han ido aislando a Benjamin Netanyahu, que ha atado su supervivencia política al miedo al enemigo. Medio año por infligir un genocidio en Palestina; para acallar voces a golpe de violencia, con más de un centenar de periodistas y activistas muertos. Seis meses de una huida hacia delante de multiplicación de frentes: el último, el bombardeo, la semana pasada, de la embajada de Irán en Damasco. La estrategia de Netanyahu no ha terminado con Hamás, ni ha podido liberar todavía a todos los rehenes. En cambio, ha quemado por el camino los apoyos incondicionales que le han llevado hasta aquí.

La aprobación, a finales de marzo, de una resolución del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas pidiendo un alto el fuego en Gaza fue la escenificación definitiva de que la incomodidad de quienes han avalado, hasta ahora, el derecho de Israel en la defensa, ha llegado al límite. La abstención de Estados Unidos en esa votación en la ONU y los matices retóricos de un Joe Biden que se está jugando la reelección confirman que la violencia indiscriminada de Israel es un problema cada vez más evidente entre las bases demócratas.

La presión sobre Netanyahu se ha multiplicado en las últimas horas. La reanudación, sin éxito, de las negociaciones en El Cairo para un alto el fuego refuerzan la necesidad de diplomacia. Mientras, las tropas israelíes van y vienen: retirada del sur de Gaza y anuncio, desde el ministerio de Defensa, de que se están preparando para su próxima misión. Les queda la exhibición de tecnología militar. La guerra como escaparate vivo y en tiempo real del armamento presente y futuro. Algoritmos e inteligencia artificial para señalar objetivos y programar bombardeos. Y, por delante, en cambio, una ONU que refleja el mundo del siglo XX, buscando la fuerza y ​​el espacio que le dé sentido. Porque el multilateralismo no es un fin en sí mismo. Las instituciones multilaterales de nada sirven si no funcionan.

Ucrania. Decía hace tiempo un colaborador de Volodímir Zelenski que la guerra de Ucrania "no es por el territorio, es por el derecho de Rusia a vivir en el pasado". Pero el territorio está arrasado; a oscuras por los bombardeos de las centrales eléctricas atacadas, y de nuevo planea el riesgo de un accidente nuclear tras un ataque con drones sobre la planta nuclear de Zaporíjia, la mayor de Europa, ocupada por las tropas rusas. El agotamiento y la desmoralización pasan factura en el frente de guerra.

También en Ucrania se vuelve a hablar de diplomacia; de la necesidad de acompañar a los esfuerzos militares con la capacidad de imaginar y propiciar un final realista del conflicto. Aunque nadie se atreve a poner en palabras qué significa esto exactamente. Con un Vladimir Putin que se siente ganador, el enquistamiento permanente de la violencia no parece el escenario final de una guerra de agresión que siempre ha sido un aviso para otros territorios regionales con aspiraciones de emancipación del Kremlin. Estamos en un orden incierto, en el que la violación del derecho internacional es una constante. La lógica territorial y la de los viejos poderes imperiales confluyen en Ucrania.

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