Ver a Montoro en televisión me trae el recuerdo de una de las peores épocas que hemos vivido, la de los salvajes recortes que agravaron aún más la crisis económica. Siempre más asociaremos la gran recesión de 2008 con las medidas implacables que tomaron los gobiernos para paliar, supuestamente, sus efectos. Una receta que no solo no curó un sistema económico enfermo, sino que casi acabó de rematarlo. Resuena todavía en la memoria el mantra falaz con el que nos repetían que aquél era el único remedio posible: o austeridad, o catástrofe y caos y desastre. Pero para muchos trabajadores, muchas familias y muchas pequeñas o medianas empresas, lo que se produjo fue precisamente la aniquilación de sus medios de subsistencia. Hay quien no levantó cabeza nunca más, y esa sensación generalizada de pérdida e impotencia debió de empezar en ese momento. Empresas que trabajaban para el sector público y que quebraron, otras que vivían a base de deudas y que tuvieron que cerrar cuando los bancos les cerraron el grifo que parecía destinado a manar para siempre. De la quiebra de aquel sistema, en el que la economía crecía gracias al dopaje del crédito masivo, se culpabilizó a las personas que eran precisamente las víctimas.
La gran indecencia de aquellos años –lluvia dorada de los poderes políticos aliados con el poder económico– era que nos fueran diciendo que habíamos vivido por encima de nuestras posibilidades y que, por eso, ahora teníamos que apretarnos el cinturón mientras se aprobaba la amnistía fiscal o se rescataba a los bancos con una cifra tan astronómica que nos habría servido para solucionar los actuales problemas de vivienda. nos apretaba con un astro habría servido para solucionar los actuales problemas de vivienda. Cornudos y apaleados es lo que fuimos los ciudadanos, y ahora que las investigaciones de los Mossos dejan al descubierto la corrupción del titular de Hacienda de entonces, resulta aún más vomitivo y traumático recordar aquellos días de mareas para salvar la sanidad, la educación o las rebajas en todo lo público. Nos lamentamos de que en el CAP tarden dos semanas en darnos hora con el médico de cabecera sin recordar que este es solo uno de los elementos del paisaje que nos quedó después de pasar la tijera mortal.
En los papeles de Montoro aparecen persecuciones a personalidades públicas y oponentes políticos empleando los mecanismos de la Agencia Tributaria, pero fueron muchos más los damnificados en aquellos tiempos de hombres de negro. Escritores, periodistas, actores y artistas de diferentes disciplinas recibieron inspecciones paralelas o requerimientos en lo que fueron auténticas razzias, cuyo objetivo no parecía que fuera el de detectar el fraude, sino atemorizar al contribuyente y, de paso, simular que el gobierno hacía el trabajo que debía para recaudar impuestos. En muchos de esos casos, las formas bordeaban la extorsión (primero paga y después demuestra que eres inocente). Perseguían a autónomos que apenas llegaban al salario mínimo una vez pagados todos los gastos, al tiempo que –ahora lo sabemos– se aprobaban leyes a medida de las grandes empresas. Sumado a la ingeniería fiscal de la que disponen muchas de ellas, no es de extrañar que usted o yo paguemos muchos más impuestos que los multimillonarios. Por no hablar de redistribución de la riqueza ni de un sistema justo de reparto del gasto común; ahora lo que sabemos es que mientras a la mayoría se la llevaba a la inanición económica, había algunos que crecían no por méritos propios sino porque habían trucado el sistema. Encima, las mismas élites corruptoras y tramposas tienen el morro de soltarnos toda la palabrería meritocrática hablándonos de cultura del esfuerzo. Disimulan así la verdad que ahora ha quedado a la vista de todos: que lo que han acumulado no es fruto ni del talento ni del mérito –y menos del trabajo– sino de saber pisar con empuje y decisión el pavimento lustrado de los despachos donde se cuece la corrupción.