Hay gente que crea problemas y hay gente que los soluciona. La felicidad individual y la convivencia social se construyen día a día, gesto a gesto. Los problemas están ahí, claro. La vida es entropía, tendemos al caos. Los solucionadores suelen ser discretos, laborables, amables. Quienes se recrean en los problemas –¿problemistas?– pueden ser muy llamativos y ruidosos, y con apariencia de justicieros. ¡Fuera inmigrantes! ¡Fuera políticos! ¡El catalán se muere! Y venga a gritar.
A menudo, sin embargo, rascas un poco y detrás del mal humor no hay ninguna idea ni ninguna acción plausible. Antes de eso lo llamamos reventismo. Está bien sublevarse contra lo que no nos gusta, pero no es suficiente con la queja amarga, la búsqueda de culpables fáciles y unas proclamas tan vistosas y simplistas como falsas. El triunfo del populismo ultra, en todas sus variantes esperpénticas, tanto las de fuera como las nostrades, sale de aquí. Les une que braman mucho y señalan enemigos en cada tuit. Hacen política como si hicieran la guerra. Son orgullosamente inmoderados y fanfarrones, de sonrisa procaz. No hace falta que dé nombres, ¿verdad?
Al otro lado tenemos un ejército pacífico de héroes silenciosos que pican piedra sin hacer bandera, tanto en la política –sí, a pesar de la mala prensa, sigue habiendo mucha gente que se dedica a la política de base o que trabaja en la administración con voluntad de servicio, de trabajar– como en la sociedad civil. En este segundo ámbito, en Cataluña contamos con un abanico amplísimo y diverso de entidades sociales, el llamado tercer sector. Un tesoro demasiado poco valorado. Unas asociaciones que, de estar en Estados Unidos, ahora mismo estarían en el ojo del huracán trumpista, amenazadas de desaparición. ¿Qué significa ayudar a los inmigrantes, los sinhogares, los discapacitados, los parados, las mujeres maltratadas, los países lastrados por la miseria...? ¡Que se espabilen solitos! ¡Que no se aprovechen de los servicios y las ayudas públicas! ¡Demasiada subvención!
Éste es el discurso que se esparce a todo trapo sin demasiadas sutilidades. ¿Compasión? ¿Ayuda? ¿Solidaridad? Los viejos conceptos del humanismo cristiano están siendo interrumpidos, ridiculizados. Y, sin embargo, alguien hace el trabajo desagradecido de mantener una mínima cohesión social a pie de calle, contra viento y marea. No es la solidaridad-espectáculo de la Flotilla por Gaza, que no digo que no sea útil y necesaria para despertar conciencias, pero es tanto o más importante. Sin su acompañamiento cotidiano a tanta gente en la desdicha estaríamos colectivamente mucho peor. Son este pequeño ejército de voluntarios comprometidos y trabajadores de entidades sociales igualmente comprometidos –y con sueldos bajos– los que se arremangan para hacer de puente con la frialdad burocrática de la administración, dando cobertura a los agujeros asistenciales que deja el sistema, encontrando salidas concretas a situaciones complejas, hablando cara a cara con la gente que no lo logra. Expertez humana y sentido práctico. Solucionan.
Son, en definitiva, una estructura de estado invisible y frágil. Hacen un trabajo troncal en unas condiciones complicadas, con un volátil apoyo económico de la administración, sin reconocimiento jurídico suficiente, pendientes siempre de caprichos gubernamentales cambiantes. No tienen ánimo de lucro, pero a menudo se les trata como agentes privados mercantiles más. Nuestro estantino estado del bienestar resultaría inviable sin el concurso de las entidades del tercer sector. ¿Por qué, entonces, no les damos el reconocimiento institucional que merecen? En Europa hay muchas entidades que, por ejemplo, construyen y gestionan vivienda pública, y con mayor solvencia que la administración: las housing asociations de Países Bajos tienen en concreto 2,3 millones de viviendas. Y en Suiza el cooperativismo de la vivienda es clave en ciudades como Zúrich y Basilea. Cuando se habla de concertar servicios, la prioridad deberían ser las entidades sociales, sea en sanidad, educación o vivienda, un bien de primera necesidad que no puede dejarse sólo en manos del libre mercado. Cuidemos nuestros héroes silenciosos.