Dos hombres buenos
Las malas personas son todas muy parecidas. Las personas buenas, en cambio, son de estilos diversos. Conocí hace años a dos amigos que ejercían la bondad como exigencia ética y como voluntad de comprensión. Los dos eran cristianos, los dos eran bajitos, los dos fumaban a veces esos terroríficos cigarros retorcidos que llamaban toscanos, pero ahí se acababan las similitudes.
Uno era el periodista Josep Martí Gómez, fallecido en 2022. El otro era el sacerdote (y también periodista) Josep Bigordà, muerto esta semana a los 97 años.
Conocer a tipos como esos ilumina un poco la vida.
Cuando empecé a trabajar en El Correo Catalán, en 1977, Martí y Bigordà ya eran figuras de prestigio. Martí Gómez había ganado fama como entrevistador, junto a Josep Ramoneda, en las páginas de Por favor, y escribía unas crónicas judiciales que extraían de cada miseria personal diamantes de humanidad y belleza. Bigordà había amparado en 1968, en su modesta parroquia de Sant Medir, la asamblea fundacional de las Comisiones Obreras catalanas.
Cuesta hacerse una idea de la discreta facilidad con que “mossén Bigordà” encajaba en aquella redacción de pecadores. El Correo Catalán, antiguo diario carlista y reaccionario, se había transformado durante los años 60 del siglo XX, de la mano de Andreu Rosselló y Manuel Ibáñez Escofet, en el artilugio más heterogéneo y progresista (dentro de lo posible en el franquismo) de la prensa barcelonesa.
No era un gran periódico. Era un periódico humano. Había gritos, alcohol, espontáneos cánticos corales de habaneras y una peculiar convivencia entre nostálgicos del nazismo, como el paciente subdirector Jesús Ruiz, y radicales de la izquierda más lunática, como, supongo, yo mismo.
Jordi Pujol acababa de comprar El Correo Catalán y la época feliz del diario, aquella con sede en la Rambla en que Raimon podía aparecer de improviso cualquier madrugada para cantar unas canciones, estaba condenada. Pero el tumulto asambleario se resistía a desaparecer.
Josep María Huertas Clavería se había marchado a Tele/eXpres. Ahí estaban, sin embargo, los dibujos de Miquel Ferreres (hoy en el ARA, aún fiel al hábito de introducir en sus viñetas las caricaturas de otros dos históricos de la prensa, Josep Pernau y Josep María Cadena), los editoriales de Wifredo Espina, las crónicas urbanas de Lluís Sierra, las denuncias de Jaume Reixach, la información política de Alfred Rexach y Toni Rodríguez, el trabajo exhaustivo y exhaustante de Enric Tintoré, los sarcasmos cultísimos de Joan Anton Benach, las columnas brillantes de Joan de Sagarra y Josep Martí Gómez.
Y, entre todo eso, un manual de ética en forma humana y siempre disponible: Bigordà. Llegaba a media tarde, se sentaba a la mesa, se quitaba el alzacuellos y, sin alzar jamás la voz, se sumaba a aquella atmósfera levantisca. Creo que todos acabábamos confesándonos, un día u otro, de la forma más casual, laica y desordenada, con aquel sacerdote que sabía comprender y aconsejar.
De Martí Gómez intenté aprender muchas cosas, sin gran éxito (su capacidad de escucha no podía imitarse), aunque algo me quedó. La sacralidad del off the record y la confidencia, por ejemplo: ningún interés periodístico justificaba la traición a un pacto, fuera con un ministro o con un atracador. Por eso sus fuentes eran fieles hasta la muerte. De Bigordà me habría gustado copiar la capacidad para distinguir, en cualquier situación, lo justo de lo injusto.
Martí era irónico. Bigordà nunca lo era, pero podía parecerlo por su inusual honestidad. Martí era un cristiano de a pie, lleno de dudas. Bigordà procuraba disimular su sabiduría teológica y canónica. Martí podía abandonarse a algunos excesos. Bigordà se caracterizaba por su exacta mesura.
Les recuerdo marchándose juntos ya muy de noche, hablando de sus cosas. Frecuenté posteriormente a Martí Gómez (coincidimos como corresponsales en Londres, hicimos juntos un programa de radio, compartimos muchos martinis) y en nuestras charlas siempre aparecía Bigordà, al que yo había perdido de vista.
Quiero suponer que en las actuales redacciones sigue habiendo personajes como aquellos dos. Tipos o tipas que, incluso después de muertos, te acompañan como sombras tutelares.