Los hombres de hierro también se rompen

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Ricky Rubio durante su presentación como nuevo jugador del Barça, el pasado 26 de febrero.

La Revolución industrial nos convirtió en máquinas. Pero no somos, somos animales que hablan y razonan y planifican y organizan el trabajo dotados de la extraña capacidad hegeliana de someter a los demás pero también nuestra propia voluntad. La voluntad es, de hecho, el valor supremo de esa cultura (y diría que ya sólo occidental). Vehiculada a través de la autodisciplina, es inherente al capitalismo de productividad extrema, un motor generador de riqueza que no necesita demasiados espolones ni látigos. O, en cualquier caso, los instrumentos que utilizan los dueños para empujarnos hacia la alienación son tan sutiles y establecidos que ya ni los vemos. El resultado sí que está claro: lo medimos todo, lo planificamos todo y nos imponemos la meta de conseguir que cada gesto, cada paso, cada movimiento, tenga una utilidad, un rendimiento. Y a ser posible, un rendimiento económico. No están previstos ni el descanso ni la enfermedad, la vida y sus tempos son sometidos sin compasión al engranaje que nunca se detiene. Por eso en dieciséis semanas una criatura ya puede desprenderse de su madre y una madre ya debe dejar de serlo para volver a la fábrica, al despacho. El símbolo de este orden implacable es el disciplinamiento del cuerpo, que ya de entrada es presentado como entidad ajena a la persona. Gracias, Descartes, por habernos medio partido por los siglos de los siglos. El caso es que nuestras dimensiones y características físicas determinan nuestra adecuación a la cultura dominante: los grasos, los discapacitados, los desgarbados y desequilibrados son tenidos por vagos, inútiles, un estorbo que debe adaptarse (mediante la suprema voluntad ) o morir.

Nuestra apariencia externa es un símbolo que dice si estamos bien insertados o no en el sistema, si acatamos las normas o somos unos rebeldes cargados de zarandas. Por eso los deportistas son los Dioses laicos que debemos venerar. Hombres y mujeres que llevan las funciones mecánicas hasta límites imposibles hace dos días y no porque lo necesiten (no es para buscar alimento que corren y saltan y sudan y se agotan). La admiración hacia estos superhombres es causada por su esfuerzo constante y continuado en el tiempo, por su perseverancia en el perfeccionamiento de las cualidades físicas hasta explotar toda su potencia.

Los deportistas de alto nivel se han convertido así en nuestros superhéroes. Admiramos sus hazañas en batallas pacíficas, y quién sabe si no habría más guerras sin el espectáculo de las competiciones televisadas. Pero más allá de la imagen que de ellos haya proyectado el negocio del espectáculo, los hombres de acero son reales, son de carne y hueso y también se rompen. A veces la lesión se ve en una radiografía, la detecta un aparato de alta tecnología, pero a menudo la grieta está en un órgano que todavía no sabemos muy bien dónde se ubica, el órgano de los pensamientos y los sentimientos, digamos alma, mente o psique. Una herida en lo que somos, pensamos y sentimos produce un dolor tanto o más importante que una fractura o un esguince. Sólo que no hablemos porque “anímate, hombre, cógete las cosas de otra manera, pon un poco de voluntad.” No hemos entendido todavía que en la depresión el músculo que falla es precisamente lo que nos empuja hacia la vida, que cada acto del día a día se convierte en una subida al Everest sin oxígeno. Por eso es tan admirable la decisión de Ricky Rubio de hacer pública la razón de su baja temporal. Hablando con naturalidad, sin aspavientos ni histrionismo, con la elegancia de quien tiene los pies en el suelo, habrá ayudado a mucha gente que pasa por el mismo trance y que a menudo es incomprendida por un entorno que todavía no entiende que las enfermedades mentales son tan orgánicas como las físicas y que no dependen de la voluntad.

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