“Miedo puto defender a España”, gime, en un vídeo que se ha hecho viral, un meco de ultraderecha que ha sufrido un ataque con gases lacrimógenos de los antidisturbios, en la calle Ferraz de Madrid. De hecho, las redes se han llenado de videos esperpénticos protagonizados por individuos del españolismo casposo, poniendo el grito en el cielo porque han recibido porrazos de una policía que ellos siempre han dado por hecho que es suya (con motivo, porque el ultranacionalismo es la ideología dominante entre los cuerpos y fuerzas de seguridad de España). Aparte de su comicidad estrafalaria, todos los elementos de la turba neofascista que estos días ha salido a incendiar las calles por puto defender en España coinciden en un mismo punto, y es que se sienten totalmente legitimados por hacer lo que hacen.
La legitimidad les viene dada no solo por dos partidos políticos (PP y Vox, más los restos de Ciutadans), y por la sobrepoblada caverna mediática habitual, sino también por los jueces. El lunes por la noche, el magistrado Martín Pallín hizo, en el Más 3/24, un severo repaso en el que hubo reproches más que serios para todos: para el juez Llarena (a quien calificó de ridículo), para el juez García Castellón, para la Asociación Profesional de Magistratura, para los miembros conservadores del Consejo General del Poder Judicial. Alertó de que veía peligro de ruptura del estado de derecho, pero no debido a la ley de amnistía, sino por culpa de sus colegas.
Ciertamente, un CGPJ que hace una declaración contra una ley que todavía no ha leído (porque todavía no existe), o un juez como García Castellón, que se saca de la manga una acusación de terrorismo -basada en un muerto que literalmente pasaba por allí - contra unos políticos que están en plena negociación por la formación de gobierno, son en efecto, hooligans de la magistratura. Parásitos, en definitiva, del estado de derecho. Y, por tanto, de la ciudadanía. El olor de trumpismo es intenso y hace venir vascas.
Los ultras y los neonazis están en la calle, mal disfrazados de manifestantes. También en las máximas instituciones del estado. Es un espectáculo denigrante para cualquiera que tenga un mínimo de sensibilidad democrática, pero también es un largo, grotesco, gemido de desesperación. La desesperación del PP por ver cómo les huye de las manos el poder en Moncloa, que daban por seguro tras la victoria que obtuvieron en las elecciones autonómicas y municipales del 28 de mayo. La desesperación de Feijóo, a quien ya sólo queda apuntarse al desaguisado y animar a los fieles a apuntarse al programa de “concentraciones cívicas” (como ellos llaman las manifestaciones con simbología nazi y franquista en las que se llaman vivas a Franco, cárcel para Sánchez y fusilamiento para Puigdemont). La desesperación de Vox, que en las últimas elecciones generales perdió 19 diputados y más de 700.000 votos. La desesperación, en resumen, de una España eterna y sempiterna, oscura y sempiterna, que quizá por primera vez, y de la forma más impensada, ve que su hegemonía se tambalea.