Me educé, sucesivamente, en un colegio de monjas, en uno de curas y en uno del Opus Dei. Es decir, me educaron en los principios de la religión católica. El resultado de tantos años de educación católica fue un ateísmo desenvuelto que se reveló en mí cuando todavía compartía pupitre en el colegio de la "obra de Dios". Y así sigo más de 50 años después.
De mi educación católica recuerdo cómo me aterraban las afirmaciones de los educadores que "Dios todo lo vieneEl concepto este que todo lo que hacías, decías o pensabas era escrutado por un no-ser omnipotente que, al final de tu vida, tenía la capacidad de castigarte eternamente con todo tipo de torturas me tenía atemorizado y hacía interminables algunas de mis noches infantiles. fechorías, por pequeñas que fueran. Hacer el mal podía ser también un muy mal negocio. me decían a mí, para que la confesión sea válida, sea necesario, entre otras cosas, tener un profundo dolor por el pecado cometido y la firme convicción de no volver a pecar nunca más.
Esa impunidad es el valor sobre el que se ha sustentado durante siglos la censura: al censor nunca le pasa nada. Sin embargo, el censurado, ya sea un artista, un programador, un curador… acaba recibiendo un castigo por su atrevimiento. Es este sistema perverso, que culpabiliza a la víctima y premia al victimario que sacrifica la libertad de expresión, lo que permite actuaciones tan surrealistas como las de la semana pasada en Les Escaldes, en el Principado de Andorra. La cónsul no necesitaron demasiadas reflexiones: sólo ver la portada de Charlie Hebdo, se escandalizó y decidió que aquello no pasaría bajo su jurisdicción. "Not in my watch", oímos en las películas americanas. Y así ella se erigió en la última muralla de defensa ante la muerte inevitable de sus indefensos conciudadanos. "Estoy a favor de la libertad de expresión, pero no si es a costa que se derrame una sola gota de sangre", me dijo a mí. Una frase magnífica. pero no a cuesta que se derrame una sola gota de sangre de mis conciudadanos. No reparto pan. No me hago nada. censura. Una exposición que ella misma y su gobierno habían contratado para mostrar cómo ha funcionado a lo largo de los siglos el fenómeno de la censura. Y así se convirtió ella misma en un ejemplo viviente de este sistema perverso. defendiendo a Andorra de un inminente ataque terrorista y que yo, de alguna manera, lo estuviera provocando. Víctima y victimario. merecida medalla al mérito civil.
Cuando me preguntan, siempre contesto lo mismo: para censurar sólo hace falta tener un poco de poder, por pequeño que sea. Nadie con poder es inmune a esa sensación única que te da el poder de decidir que lo que no te gusta no tiene derecho a verlo a nadie más. El poder de la cónsul, la semana pasada, era suficiente para hacer valer su miedo y sus sentimientos particulares más arraigados por encima de los derechos de una ciudadanía diversa que tiene derecho a tomar sus propias decisiones.
El censor piensa que, en su mezquina pequeñez, es tan poderoso que decide sobre lo que sus súbditos pueden ver. Y lo hace porque todos ellos le han dado la fuerza y la impunidad para poderlo hacer. Porque también de este caso de Andorra se hablará unos días y después quedará en el olvido. Con total impunidad.