Incivismo viral

La bicicleta es, entre todos los medios de transporte, quizás el más revolucionario. De forma literal y simbólica, nos permite llegar más lejos sólo con la fuerza de sus propias piernas, y por eso se ha convertido a menudo en un símbolo de libertad, autonomía y rebelión. Lo vemos en La bicicleta verde, película saudí que relata el sueño de Wajda, que es comprarse una como la de su amigo Abdullah, aunque en la cultura saudí está mal visto que las niñas pedaleen.

La bici nos conecta con series clásicas, paseos de verano y ahora también con un reto viral que hace furor: grabarse circulando en bicicleta cometiendo todo tipo de infracciones por el centro de la ciudad, esquivando a peatones como si fuera un videojuego. Un acto que se suma a otros retos virales recurrentes, como defecar en piscinas municipales o hacerse selfies temerarias en lugares insospechados.

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Es evidente que estas prácticas ponen en riesgo la salud y la seguridad propia y ajena. Pero un reto viral es mucho más que un acto aislado o tonto: es una expresión tangible de cómo las redes sociales moldean conductas más allá de la pantalla. Estos retos son incentivados por los algoritmos y cargados de significados sociales de pertenencia, status y validación. Se sitúan en el punto de encuentro entre la persona, la presión grupal y las plataformas tecnológicas que se aprovechan, revelando dinámicas clave de la sociedad conectada.

Su atractivo radica en varios factores que se entrelazan. Por un lado, la transgresión tiene un componente claramente competitivo y performativo: hacer lo prohibido o lo peligroso dispara y reafirma el coraje de quien se atreve. Asimismo, estos actos se trivializan dentro de la lógica lúdica de TikTok o de los reeles, en el que lo que en otro contexto sería sancionado es vivido como un juego, desatado de consecuencias reales.

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Participar en un reto viral también es una manera de reforzar la identidad de grupo, de sentirse parte de una comunidad con códigos compartidos, y la accesibilidad de los objetos que se utilizan –como la bicicleta, presente en casi todas las casas– facilita enormemente su difusión. Además, jugarse la vida, o poner en riesgo la de los demás, tiene a menudo premio: no sólo la admiración de los amigos, sino también la atención de una audiencia infinita que convierte la audacia en capital social digital. Capturar la mirada ajena es una razón de peso atávica, por lo que los corazones, los "Me gusta" y las visualizaciones forman parte indisociable de la experiencia digital. La validación social también va en dirección contraria: en lugar de favorecer las conductas colaborativas y respetuosas, crece con el extremismo y el arrebato.

Y una observación para terminar: el imaginario ha cambiado. Cuando vemos una conducta absurda o peligrosa repetida en diferentes lugares, ya no la interpretamos como algo aislado, sino que a menudo asumimos que puede ser parte de un reto viral que nos ha pasado desapercibido. Sin embargo, el verdadero reto es evitar que estas tendencias digitales acaben convirtiéndose en un peligro para el civismo y la vida colectiva.