Inicio de cántico en el templo

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Calendario para el inicio de curso.

«Aquellos de lo hemos ganado,
ahora no hemos perdido. El arroz seco»
En 'Aún, chicos, todavía', Ovidi Montllor

Uno podría arrancar diciendo que el alquiler de habitación en Barcelona bate récords de nuevo –565 euros al mes; por una habitación, insistimos, no por un piso–; que empezaremos el curso tal y como lo acabamos, con un 30% de la sociedad catalana en riesgo de exclusión social y los desahucios señalados para la próxima semana a punto de producirse; o leyendo que el 80% de los alquileres en la Barceloneta ya son de temporada, como consecuencia directa de la Copa América. Metáforas que surcan el mundo de ayer y de hoy –quién sabe si el de mañana–, que nos hayan repetido hasta el aburrimiento de que ésta es la carrera más antigua del mundo –173 años– lo único que me suscita es la certeza fehaciente de que hace dos siglos que unos muy pocos hacen lo que les rota, siempre de parranda, a expensas de los demás. Y que, encima, les pagamos la fiesta: 55 millones públicos como mínimo y por ahora. Esperaremos, caparra tras cada barrila, el balance definitivo del evento y las cifras no opacas del coste real del espejismo –porque poco que se ha hablado, del fraude, chapuza y agujero que fue la edición valenciana–. Pero en cualquier caso, sí: último día de agosto con un verano con pocos incendios forestales, sin la sequía prevista, con los habituales fuegos artificiales y con estas elocuentes cifras, economía del monocultivo en Eivissa, que hablan de mucho más turismo pero muchos menos ingresos. Ahora bien, tal y como han ido las cosas, si me hicieran elegir un solo hecho político –para mí, demasiado político– elegiría a ciegas –para verlo todo– la muerte de un pescador mallorquín de 20 años, Guillem Comamala. Fue arrollado por un yate alemán, valorado en cuatro millones de euros y conducido por un miembro de una de las familias más ricas de Alemania, que huyó mientras celebraban una fiesta alocada.

Como siempre, con finales de unos días de agosto ha vuelto formalmente la reanudación del curso político, mientras la migración –tan insultada y menospreciada últimamente– ha seguido recogiendo la fruta dulce, haciendo funcionar los mataderos, calentando las ollas de los restaurantes, cuidando de abuelos y abuelas, pedaleando la ciudad y subiendo el butano. Ciclo nuevo –no tanto–, desplomado el futuro de la legislatura tras la derrota electoral del independentismo de marzo. Nuevo, pero con materiales viejos y todos los temas pendientes y candentes abiertos en canal. Y con exiliados, todavía. Sabido es que quien tiene poder genera imagen –y que el mantra de no mezclar deporte y política a menudo hace reír–. En cualquier caso, la fotografía de ayer del monarca del 3 de Octubre paseando, con pretendida normalidad, por una parte muy concreta y securizada del puerto de Barcelona, ​​como icono del restablecimiento de la estabilidad, es pura chisme. La imagen, sin duda, es cierta –tras 7 años de ostracismo institucional catalán– pero parcial y fragmentaria. Responde a un nuevo marco político, pero destila un solo monocolor –toda la delegación era socialista–. La imagen unívoca liga más con el deseo de relato que con la realidad compleja y coral. Y al mismo tiempo la realidad pesa en la imagen: el PSC gobierna a las dos orillas de la plaza Sant Jaume. Que el ciclo es otro es pura tautología –como será de verdad todavía está por ver–. Que el ciclo es nuevo con la libre concurrencia de ERC –en el caso de plaza Sant Jaume de arriba– y del PP –en el caso de la plaza Sant Jaume de baix– también son hechos inexpugnables. Como lo es el hecho de que, a las puertas de la Diada más insondable de la última década, un ciclo independentista ha cerrado, la división es mucho más honda que hace tres meses y las condiciones de probabilidad de enderezamiento, mucho más lejanas todavía. En el mientras tanto de los mientras tantos, sabiduría de los abuelos, podríamos decirnos lo que cuando alguien pretende que perdamos el tiempo, la respuesta más inteligente, eficaz y eficiente es no perder ni un segundo perdiéndolo.

Mientras tanto, brújulas y meteorología. Al norte, pendientes de Turingia y del auge de las extremas derechas. En el oeste, dispuestas de nuevo a lo que ocurrirá en noviembre en EEUU. En el este, la tirria geopolítica y el horror de la guerra –entre Kiiv y Kursk, entre Gaza y Cisjordania–. En el sur, el Sur Global de siempre: muertes pobres en patera en un mar surcado por los ultraricos. También algunas piezas que se mueven deprisa en el rompecabezas global de la contingencia –los resultados electorales franceses e ingleses–. Y en medio de todo ello, invariablemente, nosotros, con demasiada frecuencia en este modo –programado, inducido, monitorizado– de espectadores pasivos, consumidores acríticos y electores frustrados. Sin ninguna metáfora, uno se hace una idea del mundo cuando un yate alemán mata a un pescador mallorquín y huye. O cuando un taxista mallorquín de 71 años es apaleado por cuatro turistas alemanes –que mientras lo hacían le enseñaban las placas de agentes de policía de Essen–, la Guardia Civil les devuelve a casa y Alemania confirma que han vuelto al trabajo . De trasfondo, Sicilia sin muertes, la inapelable y recomendable novela hiperrealista de Guillem Frontera. Y eso que el escritor mallorquín ya escribió previsoramente, en 1968, Los carniceros, sobre el impacto del turismo que ya se incubaba en la isla.

Y, finalmente, dado que hacia abajo nunca hay techo, concurre otro funesto gesto de mal augurio, casi desapercibido durante la canícula de verano. Pausa. Edward Said ya decía que "la nostalgia por el pasado colonial sólo perpetúa la injusticia y la violencia". Said, la voz más lúcida, serena y dolorida de la Palestina afónica, nunca escondió las manos y una sola vez arrojó una piedra: cuando ya enfermo de leucemia, con 65 años, lanzó simbólicamente, en medio de tanta impotencia acumulada, uno roco contra las vallas israelíes del sur de Líbano. Rememorando Said –que escribió Fuera de sitio, una de las mejores biografías que he leído nunca–, cuece saber que, durante los primeros días del mes de agosto que ahora acaba, ningún representante del G-7 ni de la UE27 se dignó a asistir al homenaje de Hiroshima y Nagasaki. No por olvido. Se negaron activamente. La negativa –la negación– estuvo motivada por la no invitación, este año, del Estado de Israel. 40.000 víctimas y cientos de bombardeos parecen un argumento de peso de las víctimas de ayer. La vergonzosa decisión contiene un doble dolor y un cinismo único. Negarse a honrar a las víctimas del horror nuclear para poder solidarizarse con los verdugos de Gaza. Terrible en todos los sentidos: no puede arrancar peor el otoño que vendrá ahora. Con el G-7 y la UE, como el yate alemán, atropellando todo lo que se le ponga por delante. Mañana, sí, pasaremos página al calendario. Pero todavía seguiremos ahí. Aquí. En ninguna parte.

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