La inmigración y el modelo productivo

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Camareros en La Rambla de Barcelona en una imagen de archivo

Ante la situación demográfica y el sistema productivo al que nos hemos volcado, la inmigración ha representado el salvoconducto para el mantenimiento del modelo, basado en volumen y en costes salariales unitarios contenidos. La población autóctona con mayor talento emigra, y la más precaria extranjera inmigra, aceptando unas condiciones que, de momento, generan excedentes para algunos. Se crea empleo (el año pasado, del empleo creado, el 64% eran trabajadores extranjeros), pero inflando un globo que no sabemos cuándo puede estallar contra la cohesión social. Esta forma de hacer ha aumentado la desigualdad en la distribución de la renta, y el impacto sobre el territorio, las ciudades, la movilidad, etc. ha sido bestial. Y se han resentido las señas de identidad nacional: sólo en torno al 40% de la población actual tiene ambos progenitores nacidos en Cataluña. Los recién llegados no encuentran, de otra forma, una sociedad potente de acogida (la tasa de inmigración no aparece en la fórmula de cálculo de la financiación autonómica de los servicios sociales), y el cobijo tradicional que se hacían entre ellos tiene, ya, descosidos; se salva quien puede. Especialmente, es el caso cuando pierde peso la migración latinoamericana (ellos también están haciendo ahora la transición demográfica) y aumenta la subsahariana, movida por una fecundidad insostenible y desde el escarnio de la inestabilidad y la violencia en la que a menudo viven.

Las variables de reconducción competenciales propias del país no existen: se negocian antes recursos financieros que capacidad de decisión en la materia; las empresas no incorporan en su responsabilidad social el bien común que dicen servir (expulsan los costes sociales que la inmigración genera), los partidarios de la solidaridad global no entienden que ésta no puede ser ilimitada, y de ello se aprovecha la derecha fascista. La empresa demanda más inmigración para que la rueda ruede (un 33% dicen no encontrar trabajadores –está claro, a salarios vigentes–, y sin mejoras de productividad, efectivamente, tampoco pueden pagar más), y querría contratar en origen a los inmigrantes que más le convienen (como hacen Alemania, Canadá o Estados Unidos), copiando el peor ejemplo de drenaje de cerebros de los países pobres. Y, sin orden ni concierto, siguen arriesgándose la vida, por la vía de la inmigración ilegal, los más atrevidos, los más forzudos, o quienes tienen menos que perder.

¿Qué podemos hacer entonces? Primero, no permitir que los intereses coyunturales de una determinada economía de empresa prevalezcan sobre el interés general. Que se internalicen, por parte de quien les causa, todos aquellos efectos externos negativos (sobre la vivienda, sobre la falta de servicios de acompañamiento, de servicios de formación...). Exigir que las empresas ofrezcan la prima lingüística, para un mejor servicio al público; a todos los ciudadanos, utilizando la lengua de forma radical y sin sesgos sociales. Y, finamente, trabajar para conseguir, tarde o temprano, un país normal en el que el recién llegado sea bienvenido después de pasar la prueba de conocimiento sobre qué país le acoge y qué cultura debe respetar.

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