¿Inmigrantes o 'expats'?

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Dos ciudadanos migrantes charlan en el Raval, uno de los barrios con mayor inmigración de Barcelona.

Lenta pero decididamente nuestro país se ha puesto al paso de una tendencia ya imparable del continente. El Congreso de los diputados fue el último en Europa en incluir partidos declaradamente xenófobos; pero los que ahora están ahí se han consolidado y el resto va sesgándose a su ritmo. Los partidos de la derecha tradicional hablaban de la inmigración con la boca pequeña hasta que han decidido decir "las cosas tal y como son". De repente, un día ponemos la radio y oímos al señor Turull construyendo frases más o menos comprensibles mezclando con calculada naturalidad los términos “delincuencia”, “inmigración”, “expulsión” y “Cataluña”. Quien tuvo la ocurrencia de prestar atención a alguno de los supuestos laboratorios de ideas de Convergència durante los inicios de la década de 2010 pudo hacerse una idea del nivel de los spin-doctors que aconsejan a Junts.

Conviene leer lo que escribió el profesor Ferran Sáez Mateu el pasado miércoles, en uno más de sus saludables y nada adocenados artículos, a propósito de esta maniquea conjunción de delincuencia e inmigración que la derecha catalana independentista quiere poner en circulación. Puede que ese volantazo obedezca al miedo a que los oportunistas de Aliança Catalana les quiten votos y a la convicción de que, con mensajes simples y claros que identifican de manera indiscutible al enemigo y lo contraponen al pueblo (tan opuesto que sólo se habla de él para expulsarle), conseguirán quitarle el poder a ERC. Nada nuevo: una versión modificada del electoralismo populista que ya se articuló durante el procés.

Hablar de inmigrantes sin hablar de la necesidad de garantizar la igualdad de todas las personas, mayores y menores de edad, poniendo énfasis en los que cometen delitos, es una operación caprichosa y éticamente cuestionable sustentada sobre todo en emociones y sensaciones. Hablar de inmigración y no discutir sobre mano de obra barata, ni sobre políticas de integración, es chapucero y una manera de tratar a los interlocutores (¡las ciudadanas y los ciudadanos de Catalunya!) como si fueran imbéciles rematados. ¿Han hablado el señor Turull y compañía del porcentaje de personas inmigradas que cometen delitos de forma repetida? ¿Qué hacemos con los catalanes reincidentes en la criminalidad? ¿Les aplicamos la pena de muerte? ¿Quizá quieren enviarlos al exilio? ¿O es que ahora que ya estamos instalados en la crisis debemos convertirnos también en una sociedad sobre todo punitiva?

Una muestra de la desorientación moral del asunto es la investigación que se publicó en este mismo diario a finales de septiembre sobre un tipo de habitantes de Barcelona que el reportaje describe con el término expat. Uno de los artículos se titulaba: “Expats: ¿quiénes son y cómo están cambiando Barcelona?”. Sin embargo, la pregunta no se respondía, porque las y los periodistas no reflexionaron sobre el motivo por el que utilizaban este anglicismo en lugar de hablar de inmigrantes. ¿Qué es un expat? La señora procedente de Bolivia que limpia las escaleras de un edificio de oficinas, ¿es una expat? El señor marroquí que trabaja de albañilería, ¿es un expat? Y la familia de chinos que lleva un bar del Eixample, ¿son expats? Estas figuras que presento de forma intencionadamente estereotipada no fueron entrevistadas en el número especial del diario. A estas personas no las designamos con el más o menos glamuroso término expat, no se lo merecen; son inmigrantes que deben tener cuidado si alguna vez manda el señor Turull, no sea que cometan algún error y haya que ahuyentarlos.

Los expats, en cambio, no son delincuentes, son personas que lamentan no poder tomar un bagel de calidad en Barcelona. La condición de expats no la tienen por ser europeos: el expat no es alguien que tiene más derechos que un extracomunitario; el expat es alguien que tiene más dinero que el inmigrante. Sobre el inmigrante pesa la sospecha de que en cualquier momento puede morirse de hambre y que, como tal, puede ser una carga para el sistema público. El expat, en cambio, viene con dinero suficiente, un trabajo y ninguna necesidad de integrarse en la sociedad, pero también hará uso del sistema común sin que, en muchos casos, su nómina tenga retención alguna en el tesoro público. Esto no excluye que algunos de ellos sean delincuentes, como documentaron Roberto Saviano y Joan Queralt a propósito de los lazos barceloneses de la camorra napolitana, u oligarcas rusos que trasladan a sus familias a la península Ibérica. Pero de eso el señor Turull no habla.

La distinción entre inmigrantes y expats es clasismo con gotas de racismo. La clase media aceleradamente empobrecida busca a alguien más pobre en quien cargar las culpas, y los políticos irresponsables y cortos de miras abrevan en este resentimiento social para recoger escaños y escalar en el poder y, por el camino, emponzoñar aún más el debate público.

Daniel Gamper es profesor de filosofía en la Universitat Autònoma de Barcelona
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