El texto impreso se ha convertido en un jeroglífico para muchos alumnos. Exige un gran esfuerzo de concentración para unos resultados que no se evidencian inmediatamente. Les parece una tarea ardua tener presente la trama general mientras prestan atención a los pequeños detalles.
Sin embargo, la inmersión sostenida en el texto, además de hacernos asequible la belleza de la palabra bien dicha, educa nuestra resistencia a la distracción, estimula el pensamiento crítico y la autorreflexión; ayuda a adentrarnos con humildad en la vida interior de un Dostoyevsky o de un Platón; nos enseña a respetar los argumentos que impugnan nuestras convicciones; nos permite lidiar con ideas contradictorias y aceptar la incomodidad en lugar de resolverla prematuramente; expande los límites de nuestra imaginación; nos ejercita a comprender antes de juzgar (hábito imprescindible en una sociedad pluralista) y en la dialéctica del texto y el contexto, etc. Tiene, pues, un alto componente intelectual y moral. Habituarse a leer un texto complejo ya perseverar en el esfuerzo de la comprensión es una de las competencias con mayor futuro. Obviamente no estoy hablando del fast-book, que entretiene pero no nutre, sino de la lectura que imita el quehacer melifluo de las abejas o el rumiar de los bueyes.
La lectura lenta no se limita a recolectar experiencias, sino que, de acuerdo con Séneca, vuela "en todas partes para recoger de las flores lo conveniente para hacer la miel". No se contenta con acumular polen, sino que recauda lo que ha encontrado aquí y allá, de modo que, sin esconder su procedencia, tenga un sabor diferente, personal. "Eso es lo que la naturaleza hace a diario en nuestro cuerpo". Los alimentos que comemos no son nuestros hasta que no han sido digeridos y se convierten en nuestra carne y sangre. "Hagamos lo mismo con lo que sirve de alimento a nuestro espíritu, y no dejemos que permanezca entero y ajeno lo que recibimos. Cogámoslo, porque si no lo hacemos así, pasará a nuestra memoria, pero no a nuestro entendimiento". Leer lentamente es, por tanto, nostrar.
La lectura lenta nos capacita para sentirnos miembros de la república universal del Espíritu, que es una comunidad de rumiantes encabezada por los monjes medievales. La meditatio era para ellos la aplicación atenta en el ejercicio de inscribir los textos en la propia alma. Entendían la lectura como una rumiatio. En estos tiempos de fragilización generalizada de la atención, quizás haya llegado la hora de adiestrarla con los instrumentos propios del humanismo.
Ramon Llull escribe al suyo Libro de maravillas: "Una vez aconteció que un filósofo, cuando hubo estudiado, fue a distraerse fuera de la ciudad, y vio un buey que comía mucho tiempo en un campo de trigo. Cuando el buey estuvo harto, salió del campo de trigo y entró en el desierto, y se acercó cerca de un árbol, y se retiró cerca de un árbol. Aquel filósofo regresó a la ciudad, y por el ejemplo que hubo aprendido del toro, se subió a una alta montaña con todos sus libros.
"Y halló nuevas ciencias". Es decir, hizo miel.
"Deberíamos escribir al igual que las abejas hacen su miel, no preservando las flores, sino transformándolas en panales de miel, de modo que de un gran número de recursos diversos nazca un único producto que sea a la vez diferente y mejor", escribe Petrarca en Boccaccio, definiendo el humanismo.
Baltasar Gracián recoge este vocabulario en El Criticón y concluye que la superioridad animal más notable es "aquella del rumiar que en alguno de los sucios se admira y no se imita", porque es gran cosa "volver a repasar por segunda vez lo que la primera a medio masticar se tragó, ese desmenuzar lentamente lo que nos tragamos deprisa".
De Gracián toma la imagen su gran admirador, Schopenhauer, quien insiste en que sólo rumiando se asimila lo leído y toma cuerpo y raíz en la mente. Y de Schopenhauer la hereda Nietzsche, gran maestro de la lectura lenta (véase su maravilloso prólogo deAurora), que afirma contundentemente, "hace falta ante todo algo que es precisamente hoy en día el más olvidado […], algo para lo que hay que ser casi vaco, y en todo caso no hombre moderno: el rumiar..." (La genealogía de la moral).
Así presentó Deleuze su curso de 1983-1984: "Les diré con toda franqueza lo que querría hacer este año […]. Quisiera hacer filosofía al modo de las vacas".
La mejor forma de nostrar lo que hemos leído es la escritura. Pero de eso hablaremos en quince días.