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Salvador Illa y su gobierno se reúnen en el monasterio de Poblet

¿Qué os diré?, como decía el cronista. Pues que el nuevo president de la Generalitat, bajo una apariencia reposada y vaticana, está resultando ser un temerario. No por vocación, claro está, sino movido por las circunstancias. En las democracias parlamentarias, a menudo son los socios menores quienes ponen los adjetivos. El gobierno Aragonès era un gobierno independentista castrado por el apoyo del PSC; un gobierno que de ninguna manera se habría marcado el objetivo de un pseudo concierto económico. El gobierno de Illa, teóricamente más moderado, más conformista y más español, tiene como piedra de toque un acuerdo fiscal que, de momento, solo por el enunciado, ha puesto patas arriba el edificio autonómico. El PSC es el gran prescriptor, fuera de Catalunya: lo que los independentistas proponen siempre es una barbaridad, hasta que el PSC lo asume, de mala gana, y entonces se convierte en una apuesta racional que hace que decenas de oportunistas, con el sombrero federal, hablen maravillas de ello. ¿Será suficiente para el PSC para sacar adelante la legislatura, para hacernos volver a (su) “realidad”? El mantra del socialismo catalán es que el proceso catalán fue una pesadilla sin afectación real sobre la tierra y la gente de ese país. Pero lo cierto es que solo el susto del Procés explica que hoy se hable en voz alta de la posibilidad de que Catalunya salga del régimen común, un objetivo que Aznar, Zapatero y Rajoy rechazaron como un insulto de lesa patria, contribuyendo así al ondear de las esteladas. A los independentistas de raíz, por supuesto, un concierto económico les parece menos que poco. Pero el independentismo se ha equivocado tantas veces desde el 2017 que haría bien en no desmerecer la construcción de una hacienda propia (sin la cual, por cierto, y como se ha demostrado, no es posible plantear un embate al Estado).

Que la carpeta fiscal progrese y vea la luz en Madrid es el gran reto del gobierno Illa, y por eso trata de compensarlo con gestos españolistas, alguno simbólico, como poner la bandera española en su despacho; otros más inquietantes, como nombrar como jefa de prensa del Govern a una persona que, hasta ahora, recibía órdenes de Pedro J. Ramírez. Pero pretender que lo que viene ahora es la “normalización” de la vida política catalana es una fantasía, porque Illa no tiene el poder para acabar con la represión (que no afecta solo a Puigdemont), ni para llevar a buen puerto la financiación singular catalana, amenazado por la derecha española, por la debilidad de ERC, por las rabietas de Junts y por el cinismo de los barones del PSOE, que ya han obligado a Pedro Sánchez a adelantar el congreso federal al inminente otoño. Un otoño de congresos, que tampoco será plácido para ERC (que no tiene líder) ni para Junts (que solo tiene líder). Con tan precarios apoyos, tanto Illa como Sánchez no pueden hacer otra cosa que vivir al día, mientras sus ideólogos propugnan una fantasía aún más vaporosa que el Procés: la construcción de una España plurinacional sin tocar la Constitución.

No hay ejemplo más claro de este monumental trompe-l'oeil que la Copa América. En una ciudad agotada por el abuso del turismo, por el drama de la vivienda, por la descatalanización rampante, por la frustración que el fracaso del Procés provocó en las células más activas del tejido cívico del país, hemos visto al rey del 3 de octubre paseando satisfecho por una fan zone sin fans, blindado por las fuerzas del orden y escoltado gentilmente por corbatas socialistas. Y a Jaume Collboni proclamando que, en el día de hoy, "podemos anunciar al mundo que Barcelona ha vuelto". Que el alcalde pretenda vendernos ese espejismo parece indicar que el gusto por la fantasía ha cambiado de bando.

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