El caso Pablo Hasél, o el caso Valtònyc, reavivan periódicamente el debate sobre los límites de la libertad de expresión. El abanico de opiniones abraza desde los quién pondrían un bozal a todas las bocas menos la suya hasta quienes consideramos que este derecho fundamental no admite limitaciones de ninguna orden.
Interesa advertir, sin embargo, que entre los que formalmente se declaran apologetas de la libertad de expresión hay mucha moneda falsa que convendría desenmascarar. Igualmente es oportuno señalar que el derecho a expresar opiniones no se recorta solo a los códigos penales y a los juzgados. Muchas veces es la misma presión social la que dificulta o imposibilita el ejercicio de este derecho por la factura que se pueda derivar sin que los tribunales tengan nada a ver.
De hecho, la principal amenaza a la libertad de expresión son hoy las sectas biempensantes y redentoras que, con tan buenas intenciones como malas artes, se lanzan como perros a morder la yugular de quien osa salirse de la fila en cuestiones sobre las cuales los nuevos inquisidores ya han dictado los mandamientos. La conocida como cultura de la cancelación, resumida en el intento de asesinar civilmente y profesionalmente a quien expresa posicionamientos contrarios a los que prescribe la hegemonía cultural del momento, es su paradigma.
El compromiso con la libertad de expresión no puede ser selectivo. Es más honesto quién argumenta la necesidad de limitarla que no los que la defienden solo por barrios. Las palabras del escritor napolitano Erri De Luca –¡leedlo siempre!– cuando afrontó el juicio por haber dicho que las obras del tren de alta velocidad que atraviesan los Alpes tenían que sabotearse tienen que servir para todo el mundo: “Si mi delito es decir aquello que pienso, no dejaré de cometerlo”.
Hacer válida esta afirmación también para los que están en las antípodas del pensamiento propio es el termómetro que marca el verdadero grado de compromiso con la libertad de expresión de cada cual. Porque si damos la mano a Hasél, para hacer versillos contra la Corona y tuits acusando de asesinos a algunos policías, o a Valtònyc, por invitar desde un escenario a matar guardias civiles, tendremos que dársela también a quienes llamen desde otros púlpitos a pasar por la quilla a individuos de otros colectivos. O todos moros o todos cristianos.
No es fácil pasar este examen. La tentación de borrar del mapa aquello que nos resulta violento y ofensivo está siempre muy presente. Todos tenemos un pequeño demonio totalitario al cual solo podemos vencer haciendo estiramientos cerebrales para reforzar nuestro posicionamiento liberal y aceptar en el ruedo del debate público o en las creaciones artísticas toda clase de despropósitos, hasta aquellos que nos provocan náuseas.
Es, justo es decir, casi una utopía. Así que de entrada quizás haría falta que nos conformáramos con hitos menos ambiciosos. La primera, tomar conciencia del reto imposible que supone llegar a conclusiones definitivas y coherentes sobre este tema. El asunto es demasiado serio para abordarlo sin un profundo examen de conciencia, cada cual el suyo, para tomar medidas de la propia joroba, que, como es consabido, los jorobados no nos vemos nunca. Pero, dicho esto, #llibertatPabloHasel.
Josep Martí Blanch es periodista