Las Blackpink, un fenómeno de k-pop, actuaron el lunes en el Palau Sant Jordi (imagen de archivo).
29/11/2025
2 min

Esta semana la sala Paral·lel 62 acogió un concierto de K-pop que agotó mil quinientas entradas en un minuto. El K-pop es una música coreana muy bien producida, con espectaculares coreografías, vídeos atractivos, una presencia incólume de los cantantes en escena y que está en total sintonía con las series y películas coreanas. Este último concierto es un claro producto del soft power. El "poder blando" utiliza la cultura, en este caso la música, para proyectar a Corea del Sur como potencia estratégica clave del futuro internacional y como país totalmente diferenciado de Corea del Norte. Desde 1963, las dos Coreas han utilizado propaganda sonora como parte de su estrategia de guerra psicológica, y el K-pop ha sido el arma más letal últimamente, desde junio 2024, cuando Corea del Norte enviaba globos llenos de basura y Corea del Sur proyectaba K-pop por los altavoces. Y digo que ha sido la música más destructiva porque ha logrado que los jóvenes de Corea del Norte estén pirateando estas canciones adictivas y altamente exportables.

Está claro que el K-pop funciona como un mecanismo de soft power porqué articula una combinación muy calculada de estética, lengua e imaginario emocional que opera más allá de la política explícita. En el caso del tema Way back home de Shaun, uno de los cantantes que actuó en el concierto, este mecanismo se constata. La canción mantiene los versos en coreano, pero el estribillo es en inglés, lo que la convierte en el punto de anclaje emocional para audiencias globales. No es sólo una decisión lingüística, es una estrategia de diseño sonoro que maximiza la circulación internacional sin renunciar a su origen, funciona como artefacto musical y como vector de proyección simbólica, como promesa de modernidad, romanticismo estilizado y cosmopolitismo accesible. ¡Pura falacia! Detrás de todo este proyecto, los cantantes sufren explotación laboral, presión estética, negación de privacidad, problemas de salud mental (que llegan en algunos casos al suicidio) y un interés económico de las empresas de entretenimiento.

Este modelo encarna una lógica política que gira en torno a la capacidad de influir y seducir con formas culturales altamente consumibles que crean un ecosistema que trasciende el ámbito estrictamente musical. Way back home es un ejemplo paradigmático porque muestra hasta qué punto un tema sencillo actúa como dispositivo de adhesión afectiva global, haciendo que millones de oyentes y fans de todas partes entren en contacto con el coreano y los valores de Corea del Sur sin percibirlo como un acto de proyección e intereses políticos, aunque sí lo es.

Desde una mirada crítica, es necesario advertir que este éxito no es espontáneo, sino que responde a una infraestructura institucional que ha aprendido a modular el producto cultural para hacerlo eficiente en mercados altamente competitivos. El riesgo, de no matizarse, es confundir la potencia emocional de la música con neutralidad cultural, aunque en realidad forma parte de una diplomacia cultural sofisticada y altamente dirigida. Sin embargo, desde un punto de vista analítico es precisamente esta tensión entre la autenticidad aparente y la ingeniería industrial lo que hace que las canciones de K-pop sean útiles para entender cómo se ejerce hoy la influencia internacional mediante la música.

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