Le Pen, Putin y la encrucijada catalana

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Este domingo sabremos si Francia comete la barbaridad de elegir a una presidenta de ultraderecha. Putin ya ha hecho prácticamente suyo Mariupol. Si hoy su admiradora Le Pen triunfara en París, el autócrata ruso tendría doble premio. En los años 30 del siglo XX ya conocimos una Europa donde la ultraderecha carcomía la democracia desde dentro (el experimento acabó con la brutalidad nazi) y el comunismo lo amenazaba desde fuera (el experimento acabó con la brutalidad estalinista). ¿Avanzamos hacia atrás?

Todo esto son funestos augurios para la Catalunya que reclama plena libertad como histórica nación europea. Si ya es difícil ser escuchado en condiciones normales en la Europa de los estados, en un clima de quiebra democrática no habría ningún margen de maniobra. Un continente con los ultranacionalistas Le Pen y Putin esparciendo veneno nacionalista y populista acabaría de normalizar en España la barbarie castiza anticatalana de Vox, que ya tiene el aval del PP. El cuanto peor mejor que todavía algunos predican como oportunidad (Torradixit) se convertiría en un auténtico infierno. ¡Ríete del espionaje Pegasus o del 155! Más que aportar cohesión independentista nos acercaría al abismo y extremaría fracturas. No se trata de meter el miedo en el cuerpo, pero la historia nos demuestra que siempre pueden venir tiempos peores. Entonces hay que acumular fuerzas.

Catalunya ha progresado en tiempo de adelantos democráticos y consensos pacíficos. La España alérgica a la diversidad y la diversidad interna catalana pide, o mejor dicho exige, estos momentos de comunión para ir hacia adelante. A las malas, nos zurran y nos dividimos. Lo dice Raimon Obiols en su interesante último ensayo, El temps esquerp: el diálogo y la concordia no son una opción, son una necesidad imperiosa. Hay que dejar espacio a todas las sensibilidades. Esto es lo que pasó durante la imperfecta Transición y durante el oasis autonomista. Hasta que el bloqueo centralista español contribuyó decisivamente a propiciar el salto hacia delante independentista, que empezó bien, con un planteamiento inclusivo y plural, de concordia, hasta que la ilusión y la falta de cálculo llevaron a la aceleración. La reacción del Estado fue implacable. Todavía no nos hemos rehecho.

Hoy todo cuesta mucho. La lengua se ha convertido en aquello que nunca habríamos querido: un elemento de división. Cs nació para eso y habrá muerto dejándonoslo como legado: Vox y el PP le han cogido el relevo con entusiasmo renovado. La escuela sufre. Los esfuerzos iniciales del independentismo por no instrumentalizar la lengua han sido en vano. El catalán ahora está estigmatizado políticamente. Y la paradoja es que para salvarlo nos hace falta a la vez alejarlo de la lucha política, pero que haya militancia lingüística en la ciudadanía.

La desorientación se hace patente más allá de la lengua. Nos cuesta sumar. No sin motivos, una parte del independentismo vive entre incordiado y deprimido. Todo lo que venga de más allá del Ebro lo ve sospechoso. El problema es que muchas decisiones importantes se siguen cociendo en Madrid y es allí donde se tienen que batallar y negociar: fondos europeos (hay miles de millones en juego), transición energética (parque eólico de Roses), aeropuerto del Prat (los turistas están volviendo y no tardará en colapsarse de nuevo), Juegos de Invierno, cambio educativo (el nuevo currículum lo ha hecho el ministerio), vivienda...

Una cosa es mantener el pulso soberanista y la denuncia de la represión, que como estamos viendo con el Catalangate tiene unas dimensiones escandalosamente antidemocráticas, y otra es la necesidad paralela de gobernar para fortalecer y cohesionar la sociedad en los terrenos económico, social, sanitario, educativo, cultural, lingüístico. Ningún gobierno se puede permitir despreciar ni el día a día ni el contexto internacional. El futuro se gana desde el presente. Esperamos que el presente francés no nos lo ponga más difícil.

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