Pedro Sánchez y Pere Aragonès antes de la reunión en el Palau de la Generalitat
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La situación de las lenguas oficiales en España es de una desigualdad flagrante, consagrada jurídicamente por diversos reglamentos y normativas, empezando por la propia Constitución del 78. En la máxima ley española queda claro que la lengua oficial de España es el castellano (dice castellano, no español) y que todos los ciudadanos tienen el deber de conocerla. Acto seguido, concede que "las demás lenguas españolas serán también oficiales en las respectivas comunidades autónomas de acuerdo con sus estatutos". No menciona cuáles son ni cómo se llaman estas misteriosas “otras lenguas españolas”, ni en qué comunidades autónomas se hablan. De la vaguedad del artículo 3.2 se desprende que evidentemente no existe ningún “deber” de conocer el catalán, el euskera y el gallego (las “otras lenguas” en cuestión) y que, si acaso, a sus hablantes les asiste tan sólo el derecho de usarlas en sus territorios. (El hecho de evitar concretar sus nombres llevó a maniobras divisivas como hacer constar el “valenciano” como lengua oficial del País Valenciano, oficialmente rebautizado también como Comunidad Valenciana en su estatuto de autonomía).

Una ley de multilingüismo como la que acordaron los presidentes Pere Aragonès y Pedro Sánchez en su encuentro del pasado jueves debe corregir, de entrada, esta desigualdad, consagrando el catalán, el euskera y el gallego como lenguas oficiales (y no “ cooficiales”) en todo el estado español. La ley en cuestión debería incluir un reconocimiento de la minorización que han sufrido, a través del tiempo, las lenguas distintas del castellano, y de la necesidad de compensar y revertir esa minorización. De este reconocimiento deberían derivarse una serie de obligaciones al sistema educativo —que debería asegurar un cierto nivel de conocimiento de las lenguas oficiales del estado—, y en los usos administrativos e institucionales, en las que las cuatro lenguas deberían ser utilizables en pie de igualdad: en los documentos de los organismos públicos, o en ámbitos como el sanitario o el judicial, donde esta igualdad, por ahora, está muy lejos de producirse. Igualmente, la radio y la televisión públicas (pagadas también por los contribuyentes que hablan catalán, euskera o gallego) deberían asumir una tarea activa de difusión y promoción de la diversidad lingüística. Y el gobierno de España debería promover el conocimiento de su diversidad lingüística en el ámbito internacional (empezando por la Unión Europea, donde la oficialidad del catalán, el euskera y el gallego se encuentra varada) e incentivarlo en el ámbito tecnológico, en las redes sociales, plataformas de streaming, etc.

Obviamente, una ley de multilingüismo debería hacer imposibles medidas legislativas contra los derechos lingüísticos como la segregación lingüística de los alumnos de la escuela pública que pretende llevar adelante el Gobierno de Baleares, o la persecución institucional de la lengua catalana que practica la actual Generalitat Valenciana, y penalizarlas. Y debería consagrar y blindar los derechos lingüísticos como derechos fundamentales.

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