Lluvia impensada

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gota de lluvia

Me llega un mensaje del seguro del hogar –siempre preocupado por si se va a romper algún cristal que tenga que pagarme– que me dice que habrá tormenta. Las moscas vuelan, idiotas, las plantas están escalofrías, nosotros más; abuhardillado no se puede estar. Tienes que ponerte a la sombra, debajo de todo, bajo un árbol. Los grillos cantan la afición sexual, ningún vecino pisa la tierra baldía. Las calabazas y las acelgas, como dice el dicho, están soleadas. Ventiladores, ventanas cerradas, observación meteorológica. Nada, nada indica que deba haber lluvia. Pero, ¿y si las hay? El cielo es azul grisáceo, cuatro nubes blancas estrujadas, como humo de pipa, hacen vida allá arriba, sin mucho ánimo. No hay oscuridad, nada indica que sí, que habrá lluvia. Los pájaros cantan, todavía es temprano para que se pongan –luchando como okupas– en el ciprés donde dormirán.

¿Pero y si lo hubiera? ¿Esta abeja que se ha metido dentro de la cámara donde escribo, lo sabe, lo entiende que puede haber tormenta? ¿Este pájaro, con su chillido, lo entiende? Y el dragón, que tanto asusta a los adolescentes porque –dicen– se mueve muy rápido, ¿comprende que debe esconderse bajo el test de la albahaca?

Todo el mundo se esconde, todo el mundo yace, las bestias y las personas; los perros, en el suelo fresco, tumbados, los humanos donde pueden, sudando, riendo cuando alguien habla de refugio climático. Si llueve, si llueve de verdad, si no es una broma, si no es una noticia inventada, qué alegría, pensamos, mientras nos chorrea el sudor por la espalda, por los corvejones, por las sienes; mientras pensamos, alegremente, en esa frase de Álex Susanna sobre la alegría de salir a buscar leña y sentir el frío y la alegría de entrar en casa y sentir el calor. Sí, que llueva.

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