Macron, la inmigración y Depardieu: un antes y un después en Francia

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Emmanuel Macron.

Poco después de la aprobación parlamentaria de la polémica ley sobre la inmigración en Francia, el presidente de la República Francesa, Emmanuel Macron, participó en un programa de televisión en el que respondió a las preguntas de los periodistas durante dos horas. Macron, que domina la retórica y tiene tanta presencia escénica como Pedro Sánchez, si no más, despliega sin complejos una argumentación básicamente igual que la de la derecha y la extrema derecha francesa, española, catalana e internacional.

Macron se sitúa en un plano moral para distinguir entre los migrantes "buenos" y los "malos" (su ministro del Interior ya había dicho que la ley era "buena para los buenos y mala para los malos"). Al igual que los buenos pobres, los buenos migrantes son los que “trabajan”, y los malos, los que no –como si tener trabajo fuera una decisión individual en la que no influyen factores que escapan totalmente al individuo–, y no tener trabajo es una falta moral.

En un salto algo ilógico del nivel ético al pragmático, acto seguido Macron defiende la ley como un “escudo útil” para frenar el “flujo” migratorio debido al “efecto llamada” que tienen, según esta visión, las legislaciones demasiado laxas. Sin admitirlo, repite propuestas de su antecesor Nicolas Sarkozy, entre ellas la pérdida de la nacionalidad francesa para quien cometa un crimen (en un país donde muchos aún recuerdan el efecto similar de las leyes antisemitas de Vichy, con la diferencia de que no era necesario haber cometido ningún delito para dejar de tener los derechos de cualquier ciudadano francés) o la preferencia del derecho de sangre sobre el derecho de suelo, tal y como explica Josep Ramoneda.

Macron abraza también el populismo de la extrema derecha francesa para hablar en nombre del “electorado popular” y afirmar que este está a favor de la ley porque es quien sufre la “inseguridad” que provoca la inmigración “ilegal” ( en una asimilación típica entre extranjero y delincuente), y no las personas que están en contra de la ley y viven en los “barrios altos”. Aquí pone el dedo en la llaga, porque es cierto que la izquierda francesa y europea ha perdido una parte del apoyo tradicional que tenía entre las clases populares, pero esta apropiación del discurso “popular” da vergüenza, porque Macron es un producto, casi caricaturesco de tan perfecto, de la élite francesa que nace, vive, estudia y trabaja en estos “barrios altos”, que son más mentales que urbanísticos.

Como se trata de Francia, después de este discurso de brocha gorda Macron se siente obligado a elevar el tono intelectual y menciona un "cambio antropológico" que se supone que estamos sufriendo y que nos está llevando a una "descivilización" progresiva, poniendo en el mismo saco a las redes sociales que promueven la agresividad y la violencia, a la posverdad alentada por una cierta prensa o a la falta de respeto y de autoridad en la escuela, entre otras plagas bíblicas. Cuando la periodista que conduce la entrevista le indica que estas nociones son las que maneja el ideólogo de la extrema derecha Renaud Camus –que ha impulsado el miedo al “gran reemplazo” de los europeos blancos, por culpa de la inmigración–, Macron sale con una pirueta, afirmando que él se está refiriendo al prestigioso sociólogo Norbert Elias, cuya reputación no se puede comparar con la de Camus, condenado por incitación al odio antimusulmán.

Macron también aprovecha el plató de televisión para hacer una defensa encendida de Gérard Depardieu, al que califica de “genio” y por quien profesa “una inmensa admiración”, en plena polémica por las acusaciones de acoso, agresión sexual y violación contra el actor, y por el reportaje en el que este se comporta de forma abusiva y sexista, haciendo comentarios y gestos “sin filtro”, con toda una serie de mujeres (y niñas) en Corea del Norte. El alegato de Macron podrían suscribirlo sin problema Santiago Abascal o José María Aznar: indistintamente, apela a la presunción de inocencia, invierte la responsabilidad transformando al perpetrador en víctima de una “caza del hombre”, afirma que estamos en una época en la que ya no hay “libertad” y en la que se ha destruido la “armonía” que reinaba entre hombres y mujeres, e intenta separar al hombre del artista, sin tener en cuenta que es precisamente el lugar privilegiado que ocupa como artista lo que ha dado impunidad a Depardieu para comportarse como lo ha hecho, incluso ante testigos. Para culminarlo, Macron insinúa que los hechos que inculpan al actor han sido manipulados (aunque los reportajes provienen de medios prestigiosos como el diario Le Monde y una cadena de la televisión pública); la culpa, pues, es del periodista y, mejor aún, de la periodista.

Así pues, la ley sobre la inmigración y, aunque parezca más anecdótica, la entrevista a Emmanuel Macron marcan un antes y un después en la política francesa –que, desgraciadamente, sigue la estela europea– y muestran con toda su crudeza la imbricación del racismo, el sexismo y el clasismo que reinan en ella.

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