Macron y la superioridad moral de la derecha

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El presidente francés Emmanuel Macron

Existe una inercia (una pereza del pensamiento y del lenguaje) que acusa a la izquierda de sentirse moralmente superior a quienes no comparten sus ideas. Habría que comprobarlo, pero en muchos casos es razonable pensar que muchos de los que repiten este tópico en el fondo no se refieren tanto a ese supuesto sentimiento de superioridad progresista como a sus propios complejos de inferioridad.

En cambio, sí existe una superioridad de la derecha, que no sé si se tiene que llamar moral, pero que está directamente vinculada a una concepción patrimonial del poder. Por un lado, existe la idea, bastante arraigada, de que el poder es natural que esté en manos de la derecha (porque representa el dinero, y lo tiene a su favor). En contrapartida, que la izquierda ocupe el poder es, desde ese punto de vista, poco menos que una anomalía. Es un error seguro, porque la izquierda tiene tendencia a preocuparse de los derechos de la ciudadanía –de las minorías, en particular– y de los servicios sociales, así como a abrir debates que muchos no esperan ni desean (migración, identidad de género, cambio climático, etc.) y que ya se ve que no son más que una pérdida de tiempo, o meras disculpas para justificar estómagos agradecidos. La derecha, en cambio, va al grano, produce riqueza y mantiene el orden.

Todo esto lo representa como nadie el presidente de la República Francesa, Emmanuel Macron. Soberbio, arrogante y pomposo, dos meses después de unas elecciones de estas que –como les gusta repetir a los amantes de las frases hechas– “dividieron profundamente a la sociedad francesa”, Macron se ha permitido rechazar a la candidata del Nuevo Frente Popular a primera ministra, Lucie Castets, con el argumento de que un gobierno de izquierdas “sería muy inestable”. El de la derecha, con Macron de presidente, tuvo hasta tres primeros ministros en cuatro años, todos de Renacimiento, el partido de Macron: el gris Jean Castex, la impopular Élisabeth Borne y el joven Gabriel Attal, que acabó agónicamente la legislatura. Sus políticas (aumento de la edad de jubilación, enfrentamiento con los agricultores) tuvieron una contestación social insólitamente fuerte, que además fue una fuente de combustible para Marine Le Pen y su Reagrupamiento Nacional. Todo ello a Macron debió de parecerle una manera de gobernar muy estable.

Tampoco el hecho de que el Nuevo Frente Popular de las izquierdas fuera la fuerza ganadora de las elecciones y la que tiene más escaños en la Asamblea, y que la coalición liberal Juntos (dentro de la que se presentaban Attal y Renacimiento) quedara como tercera fuerza, habiendo perdido noventa y cinco escaños, impresiona a Macron. Impávido, él piensa que los franceses han votado mal, como dice el escritor Vargas Llosa cada vez que la izquierda gana en algún país latinoamericano, y que mientras él siga en la presidencia debe hacer todo lo posible para enmendar el error de los ciudadanos. Rechazar a la candidata a primera ministra es una potestad que tiene como presidente, pero es una evidente falta de respeto al voto de los ciudadanos y provoca un terremoto y una inestabilidad, estos sí, muy peligrosos.

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