Carles Xuriguera y Fel Faixedas han parido (y nunca mejor dicho) un nuevo espectáculo, titulado Las madres. Os recomiendo vivamente que no se lo pierdan cuando empiecen a presentarlo en los teatros de Cataluña (de momento, este mes, en el Teatre de Salt). Es un montaje que nadie puede dejar indiferente porque está centrado en esta figura que para bien o para mal, y aunque sea en ausencia, a todos nos define: nuestra madre.
Estos dos cómics, con su sentido del humor y su sensibilidad, consiguen arrastrar al espectador de la carcajada a la emoción y de ahí, en un salto mortal, al vértigo del mismo vacío existencial.
El texto ha nacido de sendas heridas, y por eso es profundo y honesto y, como no podía ser de otra forma, muy divertido. Al salir del teatro, fue inevitable que todos acabáramos hablando de nuestras madres y de la relación que tenemos con ellos o tuvimos.
Al mismo tiempo, me estaba acabando de leer los relatos que forman parte del libro Te quiero como la sal, que ha publicado Viena. Por iniciativa de la añorada Carme Junyent, autoras catalanas de generaciones y estilos muy diversos hemos hecho el ejercicio de escribir sobre una cuestión bastante delicada: la relación de las hijas con los padres. La propuesta de Carmen era, más exactamente, que reflexionáramos sobre el hecho de que en nuestra tradición cultural no tenemos ningún ejemplo del famoso “matar al padre” protagonizado por una hija.
El título proviene de un cuento tradicional que habla de un rey que pide a sus tres hijas cómo le quieren. Según su respuesta, el monarca les repartiría su reino. La mayor dice que la ama somos el azúcar; la segunda que le ama como la miel. Y la pequeña asegura a su padre: “Te quiero como la sal”. El rey recibe esta última respuesta como una ofensa y aparta a la hija pequeña de su reino y de su corazón.
Tendrán que pasar unos años para que –después de probar la comida sin sal– entienda hasta qué punto le quiere la hija rechazada.
En el espectáculo Las madres también se hace referencia a la verbalización (o no) del amor entre padres/madres e hijos/hijas. Desde hace unos años y por influencia americana se ha acabado imponiendo a nuestra sociedad decir te quiero con cierta (incluso quizás demasiado) facilidad. Pero antes, generaciones atrás, esto era completamente inaudito.
Mi padre y yo tuvimos –los veinte años que se nos concedió– una relación diría que inmejorable. Nos entendíamos sin palabras y nos mostrábamos cariño de mil maneras, a diario. Pero nunca nos dijimos cómo nos queríamos. Ni siquiera en el momento dramático de la despedida. Estoy segura de que si lo hubiéramos forzado nos habríamos sentido incómodos ambos. Con mis hijos sí que nos decimos te quiero. Y me gusta. Es bonito, decírselo, pero no imprescindible. El amor no depende de las palabras. O así me lo parece.
Lo importante –fundamental– es saber que tuvimos el amor de nuestros padres. Éste sí que es un as en la manga para tener un buen juego en la vida. Desgraciadamente, no es así para todos. El teatro, la literatura y la vida nos dan muchos ejemplos.