El malentendido de la meritocracia

Leía la semana pasada en el ARA un artículo de Aliou Diallo titulado La meritocracia rentista, donde se contraponían los rentistas con las inquilinos. Para ahorrarnos suspicacias quisiera hacer una aclaración: vivo de alquiler. No tengo casa en propiedad (ni coche, ni moto, ni bicicleta, ni nada) y, supongo que, por casualidad, mis arrendadores siempre han sido mujeres. Ahora también es así. Quizás es que soy la excepción, una rara ancianos del mercado inmobiliario; o quizás es que la microdemagogia ya forma parte de la normalidad argumental y, en consecuencia, no viene de un palmo. En cualquier caso, este artículo no va de alquileres, sino del cada vez más criticado concepto de meritocracia. Creo que hay un malentendido enorme que reclama, al menos, un apunte. Es rigurosamente cierto, indiscutible, que heredar por pura chamba genealógica el piso de un pariente que apenas recordábamos es tan poco meritorio como que te toque el gordo de Navidad. Simétricamente, no heredar una propiedad o quedarse con un palmo de nariz el día del sorteo tampoco representa ningún demérito. En este sentido, hacer referencia a una supuesta "meritocracia rentista", sin matizar si la citada renta proviene de un golpe de suerte o bien del esfuerzo personal, es distorsionar el lenguaje (y, de paso, la realidad). Que el precio de la vivienda sea ahora mismo objetivamente desproporcionado en relación con la media salarial no justifica estos juegos de manos dialécticos. Creo incluso que desacredita una justa causa. ¿De dónde ha surgido ese discurso contrario a la meritocracia?

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En 2020 Michel Sandel publicó La tiranía del mérito (Penguin). En la página 25 dice: "Hay que preguntarse si la solución a nuestro inflamable panorama político es llevar una vida más fiel al principio del mérito o si, por el contrario, debemos encontrarla en la búsqueda de un bien común más allá de tanta clasificación y afán de éxito". He elegido esta frase porque, de alguna forma, resume el libro. La disyuntiva que plantea Sandel tiene sentido, y mucho, en una sociedad como la estadounidense. En el capítulo sexto, por ejemplo, disecciona el sistema universitario de Estados Unidos, donde ir a parar a una institución académica u otra condiciona de forma radical el futuro de la gente. La crítica de Sandel es impecable, pero cuando llega la parte propositiva el ensayo se deshincha. Salvo consideraciones vagas e imposibles de concretar programáticamente, como la apelación a la humildad en la página 293, no se aporta alternativa real alguna a la meritocracia. Tampoco –y esto es más grave– asumen las posibles consecuencias de desactivarla, que no serían precisamente inocuas. Parte del origen de este malentendido radica en olvidar que la meritocracia es la virtud republicana por antonomasia. En efecto, la base delAncien Régime no eran los méritos personales, sino los privilegios derivados de la pertenencia a un determinado estamento (en este contexto, decir "clase" fuera un anacronismo) Resulta, sin embargo, que hay hijos de marqueses que son idiotas e hijos de basureros que son muy espabilados: es justamente la meritocracia la que puede corregir la situación en nombre de la utilidad commune (no lo pongo en francés por casualidad, como verán ahora). Esta corrección será siempre imperfecta, por supuesto. Además, hay un factor que Sandel subraya con toda la razón del mundo: la suerte, el azar o cómo queramos llamarlo. El primer malentendido sobre la meritocracia consiste en exagerar estas disfunciones y al mismo tiempo menospreciar la nobleza de esta virtud republicana y sus resultados positivos. El segundo tiene que ver con un viejo equívoco que la izquierda paródica posmoderna ha llevado hasta el límite: elégalité de los revolucionarios franceses tenía una dimensión estamental, no antropológica. La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 dice: "Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos. Las distinciones sociales sólo pueden basarse en la utilidad común" ("Las hommes naissent te demeurent libres et égaux en droits. Las distinciones sociales ne peuvent être fondées que sur la utilidad commune"). Sean ricos o pobres, hombres o mujeres, negros o blancos, espabilados o cortitos, los ciudadanos tenemos los mismos derechos y los mismos deberes en términos civiles, pero esto no significa en modo alguno que seamos "iguales" en un sentido ingenuo. Quizás tendré un golpe de suerte, pero me parece que a mis 60 años nunca podré aspirar a los contratos futbolísticos que tiene Lamine Yamal: ¡maldita meritocracia! Por cierto, si este talentoso deportista de orígenes humildes alquila un piso de su propiedad, ¿también formará parte de la "meritocracia rentista"? ¿O tal vez este caso sea diferente?