La nuestra es una generación que ha crecido dando por sentado que un sueldo debe poder garantizar la cobertura de las necesidades básicas, y de entre estas necesidades, la más costosa: la vivienda. Sin embargo, la realidad en la que nos desarrollamos en la actualidad hace utópica esa aspiración que parecía tan terrenal. Aunque España se mantiene como un país de propietarios –el 64% de los hogares viven en este régimen (2024)–, esta tendencia está en vías de regresión por dos razones principales.
La primera tiene que ver con unas políticas de vivienda que favorecen la concentración de propiedades en cada vez menos manos, con medidas fiscales que limitan a un 1% la aportación en impuesto de sociedades de las empresas de inversión inmobiliaria (SOCIMIS), lo que explica que la mitad de las compras de vivienda en los últimos 15 años hayan sido hechas por entidades que tienen más de 8 inmuebles, derivando en la actualidad a que un 56% de las compras se hagan al contado, y un 15% sean efectuadas por no residentes (Banco de España).
La segunda causa está relacionada con la galopante pérdida de poder adquisitivo de las generaciones nacidas a partir de los años 90, y se concreta, entre otros, en los siguientes hechos: un 70% de los jóvenes sigue viviendo en casa de la familia a pesar de tener trabajo , y pese a que el precio medio de los alquileres se ha incrementado un 60% en la última década, el sueldo medio ha subido menos de un 15% (INE e IDRA).
Ambos factores nos empujan a pensar que hoy en día el relato de la meritocracia sólo tiene sentido por quien tiene garantizada una propiedad, sea heredando o disfrutando de suficiente capacidad económica para acceder a una financiación hipotecaria. Para el resto, la meritocracia se limita a ser un mito. Para un 70% de las personas inquilinos en grandes ciudades como Barcelona y Madrid, el alquiler ha dejado de ser una opción temporal para convertirse en en la única posibilidad, dedican más del 60% de su sueldo a pagar la renta y no tienen esperanza alguna de tener una propiedad porque no esperan heredar (IDRA).
La relación entre las personas inquilinos y las rentistas se ha ido traduciendo progresivamente en transferencias de capital del primer grupo social hacia el segundo. Una realidad que termina con la meritocracia (incluso como mito), dado que reduce el relato del esfuerzo para la propia emancipación en un cuento en el que independientemente del afán de las inquilinos la riqueza siempre fluye hacia una dirección: la de los rentistas. Todo ello en un contexto en el que los hogares de estos últimos duplican la renta anual de los hogares inquilinos.
¿Qué méritos explican la bonanza económica de la que disfrutan los rentistas? Ninguno en especial, más allá de tener el poder adquisitivo adecuado en el momento oportuno; una alternativa que le es negada a la clase social formada por las personas inquilinas, privada sistemáticamente de márgenes de ahorro y obligada a empobrecerse haciendo más ricos a los rentistas.
Ante esta realidad, urge que las personas inquilinos se sigan organizando para confrontar a un sector inmobiliario que se erige en un lobi con una alta incidencia política. Se hace imperativo restituir el poder adquisitivo a las personas arrendatarias, bajando drásticamente el precio del alquiler y garantizando la función social de la vivienda.