13/10/2025
Periodista
2 min

Aunque una carrera tan larga como brillante se explique por sí misma y no necesite cortes temporales para destacarla, los que entramos en la edad adulta en los años de Annie Hall y Manhattan recordamos todavía la fuerza reveladora de los personajes a los que encarnó Diane Keaton, y la noticia de su muerte, este fin de semana, requiere un reconocimiento explícito.

A finales de los setenta, saliendo aquí del freno y el aislamiento de la modernidad que significó una dictadura tan sumamente carca como la del franquismo, todo en aquella actriz sugería un cambio de época hacia la liberación femenina y, por decirlo en una palabra de ahora, representaba el epítome de las empoderamiento y de la igualdad en las relaciones, y esto incluía la verbalización de las dudas, los fracasos y las incomprensiones afectivas en las relaciones de pareja, abiertas en canal frente al espectador con tanto dolor como sentido del humor.

El mundo estaba mucho menos interconectado que ahora, y escuchar los diálogos de Diane Keaton con Woody Allen era comprobar con nuestros propios ojos que había más mundo, que estaba en Nueva York, que nos llevaba varios años de ventaja y que notar la conexión a pesar de la distancia era sentirse un poco más inteligente y un poco menos solo en el universo.

Keaton puso su elegancia personal sin imponerla, pisando fuerte con la personalidad de una mujer independiente, atractiva pero huyendo de forma militante de la sexualización cinematográfica convencional, con un vestuario para afirmarse y para sentirse a gusto con la propia piel, y si eso gustaba o no, no era su problema, era su marca. Ni Estados Unidos ni Nueva York son lo que eran, pero siempre nos quedará el Manhattan de Diane Keaton y Woody Allen.

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