Matemos a Dios de una vez por todas

Víctimas de un ataque aéreo en Khan Younis, en el sur de la franja de Gaza.
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La mayor genialidad que ha creado la imaginación humana ha sido la invención de Dios, de todos los Dioses. Visto con perspectiva, es admirable que unas criaturas que no encuentran explicación a fenómenos que las sobrepasan, que no entienden el porqué de su existencia, no se conformen con el silencio como respuesta a las preguntas trascendentales y llenen el vacío con su instinto fabulador. Los escritores envidiamos esta capacidad de crear mitos inverosímiles que se han creído millones de personas a lo largo de los siglos, pero a diferencia de los profetas y sacerdotes nosotros tejemos historias para entender la naturaleza humana y no para someter a los miembros de nuestra especie a uno orden supuestamente superior cargado de prácticas y rituales absurdos para, de paso, aprovecharnos del desasosiego de nuestros contemporáneos. Un escritor que se creyera sus propias ficciones sería carne de psiquiatra, pero resulta que si las historias inventadas son defendidas desde organizaciones con poder y prestigio, nadie diagnosticará como delirantes a aquellos que crean en ellas.

Hace muchos años que pienso en el hecho religioso, desde que era una practicante por herencia familiar que gozaba de los rituales del calendario musulmán hasta que fui una seguidora ejemplar bajo la influencia de un fundamentalista seductor, desde que fui invitada a una comunión cargada de culpa hasta que de adolescente buscaba la quietud y el olor del incienso bajo la mirada de las figuras pintadas por Sert. He visto a personas que limitaban su existencia, que se aferraban a una cosmovisión inventada hace siglos, que se sometían voluntariamente a los dictados de un Dios que, bien mirado, no parecía que las quisiera demasiado, sobre todo a las mujeres. De toda esta experiencia religiosa solo salvaría una que observé de pequeña cuando acompañaba a mi abuela a la visita de su santón particular en un pequeño morabito y se relacionaba con él sin intermediarios ni demasiados requisitos porque siendo como era una rifa analfabeta olvidada por todos los poderes resulta que gozaba del privilegio de escapar de la ortodoxia. Hasta que la educación formal alcanzó a sus nietas y las hizo avergonzar de aquella forma primitiva de vivir la trascendencia. Por supuesto, aquella religiosidad de las mujeres era demasiado inofensiva, del todo inútil a la hora de aglutinar a masas enteras de población en contra de sus hermanos de especie. En nombre del santón de mi pueblo mi abuela no habría matado a nadie, y menos a criaturas inocentes que, como en Israel, no han cometido otro delito que haber nacido en una tierra que las escrituras, también inventadas, dicen que pertenecen a los judíos. En nuestro siglo XXI de viajes a Marte y tecnología punta a nadie le resulta raro ese principio teocrático que legitima el exterminio de los palestinos. Pues a mí me resulta tan poco razonable como quienes son capaces de inmolarse para entrar en el paraíso.

A estas alturas ya podemos acusar a Nietzsche de excesivamente optimista porque Dios no solo no ha muerto sino que nos sigue matando, los hombres se siguen matando en su nombre más que nunca. En muchos casos quizá sea solo una excusa, no lo niego, pero quizás sería hora de que de una vez por todas nos deshiciéramos de esas fantasías nefastas que hemos confundido con la realidad y rematemos el trabajo del filósofo alemán. Los creyentes se aferran a la religión porque no pueden soportar el no saber, el no encontrar sentido, pero ¿qué sentido tiene creer en seres sobrenaturales, en superhéroes y personajes mágicos? Las religiones son perjudiciales para las personas en muchos sentidos, son alienantes y deshumanizan porque la única forma que tienen de erigirse en verdades absolutas y escapar de la evidencia de su propia naturaleza ficticia es aniquilando la competencia, cualquier voz que les lleve la contraria.

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