Contra la melancolía

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El presidente de la Generalitat en funciones, Pere Aragonès, estrechando la mano del líder del PSC, Salvador Illa.

1. Aviso. Los cambios de ciclo son siempre complicados. Y al final a menudo es una suma de pequeñas cosas la que hace que la realidad vaya penetrando las fantasías de la fase anterior para acabar imponiéndose. El discreto regreso de Marta Rovira, sin gran movilización de bienvenida, es sintomático de que, poco a poco, la sociedad va asumiendo que se ha terminado una etapa y que las claves del presente no son las del período anterior. La misma prudencia en la que se mueve Illa, pese a saber que es el único candidato que puede aspirar a tener la suma de votos suficientes para ser presidente, confirma la sensación de que ahora toca intentar avanzar sin exaltaciones ni exabruptos. La sociedad ha elaborado el choque de 2017 y ahora mismo esa hoja de ruta no está a la orden del día, fruto de la lógica natural del poder: cuando se va más allá de lo que las propias fuerzas están en condiciones de alcanzar, cuando se pierde la noción de límites, es decir, cuando se cae en la ilusión nihilista de que todo es posible, se entra en una larga resaca. Queda todavía una última entrega del fin de etapa: el regreso de Puigdemont, que Junts ha querido convertir en horizonte supremo de su existencia. Por una razón muy sencilla: lo necesita para no romperse; si él se va, comienza la batalla interna y la posible desbandada. Y, sin embargo, si alguna significación tiene este estribillo es la confirmación de que se ha pasado página. Y de que es necesario renovar.

Las elecciones ya han dado un aviso a Junts. El mito Puigdemont sirvió para salvar los platos, nada más, y a expensas del otro partido genuinamente independentista, Esquerra Republicana. Ahora lo que hace falta es tener imaginación y habilidad política para entrar en una nueva fase sin volver a perder el mundo de vista. Es decir, algo tan elemental como saber leer las relaciones de fuerzas. No es suficiente con la retórica perdedora de “lo volveremos a hacer”, porque los hechos han demostrado la distancia entre las palabras y las cosas. El problema es que ahora mismo impera la sensación de que nadie tiene un plan para la etapa que se abre. Y no es fácil porque requiere mucha política y poca épica. Convertir en mito el fracasado Procés puede servir para vivir de la melancolía, pero no es más que una expresión de impotencia.

Ciertamente, todo sería más fácil si el Estado ayudara, si parte de un aparato judicial muy politizado no hubiera entrado en fase militante contra las vías de distensión abiertas por la mayoría del Parlamento español, con vínculo directo con la derecha política y con la complicidad del espacio mediático conservador, al que se le ha incorporado buena parte del felipismo y de sus intelectuales afines. A algunos contaminados por la vanidad del poder perdido les cuesta aceptar que ya no son imprescindibles.

2. Avanzar. Sin embargo, los resultados de las elecciones han dado pistas. Ahora mismo nadie tiene fuerza parlamentaria para marcar el camino. Viciados por estos años en los que la promesa era suficiente para encantar al personal, el miedo a asumir la realidad está retrasando decisiones de los dirigentes políticos, que no deberían hacerse de rogar tanto. ¿Quién dará el paso? La aritmética parlamentaria solo basta para una salida: el gobierno de izquierdas. Y los republicanos tienen la palabra. ¿Serán capaces de encontrar un punto razonable desde el que emprender una nueva etapa? ¿De qué depende? A menudo estas decisiones las decantan miserias como el miedo al qué dirán o el temor a ser señalados como traidores. No hacer nada puede ser cómodo, pero generalmente no lleva a ninguna parte.

¿Cuál será el factor decisivo? ¿El miedo al que dirán? Cuesta ver que el independentismo como conjunto tenga interés en la repetición electoral. Es la apuesta de Junts porque piensa que el regreso de Puigdemont le puede dar vuelo a costa de los demás partidos independentistas. Pero ya lo veríamos. Un aumento de la participación, ¿a quién beneficiaría? Su presencia puede ser un reclamo para los suyos, pero también para los que están en su contra. ¿Y si en el fondo su llegada no es más que un modesto ritual de fin de etapa? Lo que parece claro es que ahora mismo la independencia no está a la orden del día de la sociedad catalana. Y que es sobre este dato de la realidad que debe operarse. Y el miedo al que dirán –y pienso en Esquerra– no es buen consejero. Hay que mirar a la calle, no al vecino, si se quieren tomar decisiones que ayuden a avanzar.

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