Imagina que para poder atravesar tu calle, entrar en tu casa, subir la compra y tumbarse en el sofá deseando que el día acabe –vuelves agotado del trabajo, serán las ocho de la tarde–, imagina que para ello tienes que enseñar a un mozo la acreditación que asegura que tú vives allí, que no es ninguna mentira. Tu barrio está blindado. Y tu casa, aislada. Sientes alguien que dice que una marca de moda celebra un desfile en el parque que, para ti, ha sido siempre un parque y poco más, pero subes a casa, porque todavía tienes que hacerte la cena, llamar a tu madre y, si tienes suerte, intentar descansar.
Imagina que sales del metro, una mañana, maldiciendo el poco espacio que tenías para respirar, dentro del convoy, entre turistas que se acumulaban en una masa imposible y, al ver las nubes desde las escaleras de la salida, notas un olor de alquitrán fuerte, te fibla un ruido estridente de motor que funciona a todo gas, el humo del combustible enturbia el azul del cielo. Un camión pavimenta los carriles del paseo de Gràcia. Sientes alguien que dice no sé qué de una exhibición de coches de alta velocidad, pero tú sigues caminando: llegas tarde a trabajar.
Ahora imagina que decides acercarte a casa de tu madre –lleva demasiados días dilatando el encuentro con llamadas inútiles: toca ir ya–. Llegas a la esquina donde creciste, allí ibas los sábados a comprar el pan, cuando eras un niño, mamá te mandaba, y subías las escaleras mordisqueando el corteza y se lo entregabas el encargo con una sonrisa traviesa. Ella te abrazaba. Antes de llamar el timbre, hoy, descubres que el horno ya no está: la cartelería es en inglés, te preguntas quién puede pagar un café a ese precio, desde la ventana te parece ver la misma barra que viste en una cafetería de París, hace unos meses, los mismos taburetes que había en ese bar de Londres, gente que trabaja en el ordenador como si estuvieran en el comedor de casa. Sientes que nadie habla tu lengua, jurarías que nadie la entendería, si les preguntaras dónde puedes comprar una barra de pan, que vas a comer a casa de mamá y que te la ha pedido, pero no lo haces: subes fingiendo que el tiempo no ha pasado. Mamá te abre la puerta y vuelves a estar, por fin, en casa.
Ahora puedes dejar de imaginar. Y puedes hacerlo siempre que quieras. De hecho, puedes revivir escenas así con el libro de Hilary Leichter, Historia de una terraza, donde retrata la transformación de una familia a partir de la mutación del lugar en el que viven, como diciendo que lo que somos es también el paisaje que nos rodea, que nos modifica y construye. O puedes hacerlo con la novela de Vincenzo Latronico, Las perfecciones, que explora la tristeza de una pareja en un Berlín contemporáneo: la decadencia de sus sueños va acompañada de la decadencia de una ciudad en la que todas las promesas que se podían cumplir no se cumplen, porque hay demasiada gente, hay muy poco tiempo, y la gloria nunca llega para todos. O puedes hacerlo sin tener que leer ningún libro: puedes abrir la puerta, caminar por las calles de Barcelona y repetirte que la realidad siempre, siempre, siempre supera la ficción.
La escritora Sarah Schulman publicó en 2013 un ensayo titulado The Gentrification of the Mind (La gentrificación de la mente), donde exploraba los cambios repentinos del Lower East Side que se implantaron con la crisis del SIDA en los años ochenta: una excusa que sirvió para mutilar un barrio vibrante, vivísimo, plural, lleno de cultura queer emergente, en un palmo de suelo triste, conservador, consumista y de masas. Lo que me fascina de su perspectiva es la forma que tiene de situar el foco en la modificación de la mente, más allá del espacio: el primer paso para liquidar a la gente es borrarles la memoria, afirma citando Milan Kundera . Ella habla, literalmente, de un ecocidio que implicó una gran pérdida de diversidad.
Cuando intentamos llegar a casa y no podemos, porque un mozo custodia el desfile de Louis Vuitton; cuando el cielo se vuelve gris del alquitrán que acicala el centro de la ciudad con el circuito de Fórmula 1; cuando nuestra lengua desaparece en aras de una internacionalización neutra, global y totalitaria; cuando todo esto ocurre, no sólo perdemos una ciudad: perdemos una vida. Quiero decir: una manera de encontrarnos con la gente que amamos, una manera de entender qué es para nosotros el hogar, una forma de vincularnos con nuestra lengua y nuestra tradición, una manera de entender los recuerdos, el pasado, nuestra historia.
Lo diré de otra forma: cuando intentas llegar a casa y te piden acreditaciones que lo certifiquen, te están diciendo más cosas que “esta ciudad no es tuya”. Lo implícito es un relato que modifica tus emociones, tu sentimentalidad: se gesta una desvinculación emocional del territorio, una transformación lenta de tu afectividad con el lugar donde vives. Cada vez te sientes menos de ahí. Cuando esa esquina donde solías comprar el pan se ha convertido en un café de especialidad inaccesible, te están diciendo más cosas que “este barrio no es tuyo”. Lo que está en juego es el recuerdo, tu memoria personal, la historia que te arraiga a los lugares y donde vuelves a menudo para desear: ¿hay futuro sin recuerdos a los que cogerse?
Éste es un intento de señalar las cosas que perdemos sin darnos cuenta. Sí, es cierto: la lucha urgente está en detener la transformación de la ciudad, la gentrificación que sube los alquileres y vulnera el derecho fundamental de la vivienda, la especulación con nuestras formas de vida, la venta de todo lo que era nuestro al turismo depredador. Sí. Pero no olvidemos que más allá de las condiciones materiales, también es fundamental la materia del espíritu, por decirlo de algún modo, del corazón, del sentimiento, del vínculo, de la memoria, de la mente. Lo que nos hace ser como somos, vamos. Un lugar íntimo y personal al que un día tampoco podremos acceder: y no recordaremos quién, ni cómo, nos lo robó.