L'idiot du voyage, (El idiota del viaje): este era el título de un ensayo que publicó hace treinta años el sociólogo Jean-Didier Urbain. En días de protestas ciudadanas contra las consecuencias en su vida cotidiana de esta actividad, parece un buen momento para releerlo. Por el título, podría parecer que tiene una intención más bien sarcástica, pero, en realidad, Urbain cree que el desprecio hacia el turista es injusto. La figura del idiota que viaja es, a su juicio, el resultado indirecto de dos mitos que provienen del Romanticismo: el del aventurero global y el del científico-explorador (no olvidemos que el célebre Indiana Jones es un profesor universitario que hace su trabajo). Comparado con estos iconos respetables y entronizados por la literatura y el cine, el turista se convierte en una especie de viajero impostor, un torbellino carente de fines definidos, una figura irrisoria. De todo ello ya se había hablado mucho, desde las Mémoires d'un touriste (1838) de Stendhal hasta las parodias cinematográficas sobre gente que hace el ridículo cuando va a tierras exóticas. He aquí una primera conclusión: la mirada despectiva, o incluso abiertamente hostil, hacia el turismo no tiene nada nuevo. Tampoco es novedad que esta actividad haya sido la causante de desastres paisajísticos y urbanísticos de dimensiones colosales. ¿Qué ha cambiado, pues? ¿Por qué desde Baleares hasta Canarias, o desde Barcelona a Málaga, miles de personas salen a la calle para protestar? La respuesta es muy simple: el turismo ya no se percibe como una molestia sino como una amenaza real para el proyecto de vida de las personas. Es decir, el problema ya no es el ruido de los bares o la densidad humana de ciertos lugares, sino que hoy se está expulsando de su casa a mucha gente, sea de forma indirecta (precios imposibles) o directa (adquisición de edificios por parte de fondos buitre).
Creo que hasta aquí todos podríamos estar más o menos de acuerdo, pero solo a base de no movernos de la siempre confortable superficie de las cosas. Al menos estadísticamente, resultaría muy improbable que la mayoría de personas que ahora se manifiestan contra las consecuencias reales y tangibles del turismo no fueran ellos mismos turistas. Quiero decir que el autóctono que tiene problemas para andar por las calles que rodean la Sagrada Família y se queja con razón, acabará causando él mismo problemas similares cuando visite la torre Eiffel o la plaza de San Marcos de Venecia. Esta paradoja no se produce en otros ámbitos (sería raro que un manifestante antitaurino, por ejemplo, fuera un asiduo de las plazas de toros). El turista, en cambio, critica a los demás turistas: no quiere reconocerse en ellos, seguramente por las razones que ya exponía hace treinta años Jean-Didier Urbain. Es complicado no tropezar con un catalán incluso en lugares inverosímiles, pero también es difícil que, nada más aterrizar en el Prat, esta misma persona no se queje de las graves disfunciones que genera el turismo en nuestro país. Por lo tanto, hay que ser muy cuidadosos a la hora de identificar el problema de fondo del turismo hoy, que en mi opinión deriva de la confluencia fatal de dos factores. El primero consiste en asociar ocio con movilidad. El segundo tiene que ver con la falsa ilusión de pertenecer a la clase media que ha generado el mundo low cost, especialmente en relación con dicha movilidad. Aunque pueda parecer lo contrario, todo esto es bastante reciente: el ocio estival se asociaba tradicionalmente al dolce far niente, no al ir corriendo de aquí para allá. Hace solo 30 años, además, los precios de los vuelos de avión nada tenían que ver con los que ahora ofrecen las líneas de bajo coste, que pueden llegar a ser insignificantes. Y ahora resolvamos la operación: si resulta que identificamos ocio con movilidad, y resulta también que volar a París o a Londres vale dos reales... Creo que no hace falta ni acabar la frase, ¿verdad?
El problema de fondo real del turismo es básicamente este. Intentar resolverlo con tasas de cinco euros por pernoctación, restricción de los cruceros u otras cosas por el estilo no sirve de nada: las ciudades que llevan más años buscando una salida razonable al problema, como Venecia, no lo han conseguido ni siquiera a nivel de mínimos. Es posible que toda esta historia solo pueda remodelarse con un cambio de valores en relación a qué es el verdadero ocio y qué es la pura movilidad compulsiva destinada a espantar al horror que nos genera nuestra propia existencia átona. El curioso quiere conocer cosas nuevas; el turista, en cambio, quiere reconocerlas a partir de imágenes que ya ha visto mil veces. Mientras dure esta actitud absurda, no hay nada que hacer.