

Decía Winston Churchill, auténtico recordman mundial de frases ingeniosas, que la mejor dieta para un político es comerse sus propias palabras. No consta que el célebre premier británico –y premio Nobel de literatura, no se olvide– añadiera patatas a este singular menú, como sí hizo Joan Laporta hace unos días en relación a sus adversarios. Sin embargo, lo que dijo el presidente azulgrana sobre este tubérculo –con un estilo más prosaico que el de Churchill– evidencia que la admonición de Churchill puede predicarse de todos los colectivos con dimensión pública, no solo el político, se trate de dirigentes deportivos, de medios de comunicación más o menos convencionales o de las redes.
Esto viene a cuento por la emergencia en los últimos tiempos de la mentira institucionalizada, de la mano sobre todo –pero no solo– de sectores del autoritarismo posdemocrático como Trump, Orbán, Milei, Ayuso o Mazón, que, en lugar de buscar un contraste sereno de pareceres a través de debates informados, buscan la aniquilación o el descrédito del adversario a base de mentiras o difamaciones, o simplemente de encubrir errores propios tratando de imputarlos a los demás, como se ha visto con la DANA del País Valenciano. Cuando esto, además, tiene trascendencia ante los tribunales lo llamamos lawfare, es decir, cuando asistimos al acoso por la vía de acciones judiciales claramente abusivas basadas en falsedades, sobre las que, por cierto, ahora el PSOE quiere legislar, limitando el ejercicio de la acusación popular, justo ahora que Pedro Sánchez y su entorno familiar han probado el polvo que otros muchos probaron antes.
Sin embargo, en los casos en los que la mendacidad influye en el proceso político de forma grave podemos hablar de la mentira organizada. Tomo esta expresión de la filósofa alemana de origen judío Hannah Arendt, buena conocedora, por razones obvias, de las técnicas de Goebbels, cuyo retrato aterrador se puede ver en la reciente película de Joachim Lang, El ministro de propaganda. No quiero decir con esto que no tengamos que preocuparnos del resto de mentiras de los políticos o de los gurús de la comunicación. Quiero decir que hay mentiras y mentiras. Incluso las hay tan poco elocuentes como el silencio de Platón en el juicio que condenó a Sócrates. O las medias verdades y los intentos de desviar la atención con cuestiones que no vienen al caso. En algunos casos, aunque pueda repugnar, la mentira se admite legalmente, como los acusados en un proceso penal para defenderse.
Todas las mentiras son execrables, por supuesto. Además de aquella idea tan absurda según la cual el pueblo es hielo frente a las verdades y fuego frente a las mentiras, la verdad debe imperar siempre como condición necesaria para fortalecer el sistema democrático. Los ciudadanos, y los electores en particular, tienen derecho a escuchar de sus dirigentes la realidad, conocer sus logros pero también sus fracasos. Todas las mentiras son, pues, merecedoras de reproche, y no solo ético. Si es necesario, deben ser perseguidas ante la justicia. Pero hay que ser conscientes de que su control depende en gran medida de la autocontención de los actores o de los criterios de moderación en las redes, por ejemplo.
Sin embargo, la mentira organizada es una mentira de masas: pretende, por ejemplo, alterar elecciones como las de Alemania. Estamos hablando de que Elon Musk se ha convertido en una máquina de desinformación y propaganda con millones de destinatarios en todo el mundo. El gobierno alemán ha advertido hace unos días de algo que ya sospechábamos: el algoritmo de X potencia la polarización. Y Meta ha rebajado los criterios de moderación en Facebook e Instagram para adaptarse al cambio político en EE. UU., dejando desamparados a colectivos vulnerables como el LGTBI. Ante esto, y en aras de la libertad de expresión, hay quien sostiene la legitimidad de estas mentiras diciendo que el fin justifica los medios. El precursor de ello, por supuesto, fue Maquiavelo, que recomendó a los gobernantes ser astutos como el zorro y utilizar la mentira si era necesario para perpetuarse en el poder. Pero no hace falta ser un Einstein para ver la amenaza que supone para la libertad de expresión y la democracia la conexión entre el presidente del país más poderoso del mundo y los ricos propietarios de las tecnológicas globales arrodillados a sus pies. No sé si la solución es dejar de participar en el feed de las redes sociales como han hecho algunos medios o las universidades alemanas, pero hay que ir tomando conciencia y hablando de lo necesaria que es una comunicación basada solo en los hechos y en contra de la antidemocracia.