Un mercado hasta la última gota

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Nens beven agua de una cañería en El Salvador durante el Día Mundial del agua. Una 4aparte de la población mundial no tiene acceso a agua potable/ Jose Caps/ AFP

El Salvador es un país en el que llueve de media 3 o 4 veces más que en Catalunya. Como en nuestro país, la lluvia se concentra en algunos meses, y a menudo en forma de huracanes o tormentas tropicales. La magnitud de los impactos hace que recurrentemente (y cada vez más) alguna vez al año abran los telediarios. La fuerza del agua parece remachar la maldición tropical que pesa sobre el pulgarcito de América. Ya se sabe, estos países. Sin embargo, cerca de un millón de personas en el medio rural, de los más de siete u ocho millones de habitantes (los flujos migratorios complican mucho conocer realmente la cifra), no tiene acceso a agua de calidad deseable.

Panchimalco se encuentra a unos diez kilómetros de San Salvador, en el límite de su área metropolitana y en la parte más alta de la cordillera de El Bálsamo. Piensen en Teià o en Sant Climent de Llobregat, junto a Barcelona, y se harán una idea bastante aproximada. Las mujeres se ocupan de los hogares, los niños y la milpa, y los hombres salen a la capital en busca de trabajo: un orden atávico, al que las vicisitudes por las que ha pasado el pequeño país le han hecho poco más que cosquillas. En la comunidad de Las Crucitas, fuera del centro del municipio, colgada de la falda de la cordillera, algunas mujeres se han organizado para repartir el agua de la que disponen. El anterior gobierno municipal logró construir un proyecto de abastecimiento que permitía aliviar un poco la situación dramática que sufre la población. Son 40 km de tuberías que recorren un término municipal que llega hasta el mar, plantando fuentes públicas cada cierta distancia. A pesar de la iniciativa, solo mana agua unas 6 horas cada 22 días, cuando mujeres y niñas corren por los caminos con sus cántaros de plástico de mil colores para llenar los depósitos de sus casas. Quien vive cerca de la carretera y dispone de recursos económicos suficientes, puede comprarle agua a la pipa, cisternas particulares que se dedican a distribuirla, a unos precios que serían prohibitivos en Catalunya: 150 litros de agua del grifo pueden llegar a costar diez dólares, algo más de nuestro consumo diario per cápita.

¿Le falta agua a El Salvador? Es evidente que no. A los pies de Panchimalco, junto a la costa llena de surferos gringos hay un mar verde de caña de azúcar. Las mejores tierras del país lo son también porque la cordillera que sostiene Las Crucitas alimenta los acuíferos donde se arraiga el cañaveral. Esta exuberancia de postal quizá pronto dé paso a un turismo internacional masivo, si los planes del actual gobierno cristalizan, y proyectos como la Ciudad Bitcoin fructifican. Evidentemente, tener abundante agua fresca en el subsuelo a disposición de las inversiones del criptocapital es una condición sine qua non. Al otro lado del área metropolitana capitalina, en Nejapa, la planta de una famosa marca de gaseosas ha servido refrescos embotellados para toda Centroamérica durante décadas. Las residenciales para los triunfadores del sistema siguen proliferando por la cordillera, con piscinas y dotaciones de agua equiparables a las urbanizaciones que todos ustedes se están imaginando ahora mismo.

Incluso en un escenario de abundancia del recurso hídrico como en el país centroamericano, unas políticas públicas ajenas a su realidad y totalmente enfocadas a extraer capital natural y exportarlo, o a sostener las clases que controlan el proceso, son incapaces de asegurar un derecho humano como el agua y el saneamiento. Tener que andar horas, cada día, para poder cocinar o bañarse, no es simplemente violencia estructural. Pero ¿a quién le importan los problemas de las mujeres, verdad? Nos resulta indignante, volvemos a mirar las imágenes de las últimas inundaciones que nos ofrece la televisión y pensamos que no tienen remedio. Supongo que cuando observen las pantallas más hacia el centro del sistema en torno al cual gravitamos, dirán de nosotros lo mismo. ¿Cómo puede ser que sigan aumentando la superficie de regadíos en zonas de secano, ampliando aeropuertos sobre acuíferos estratégicos para traer más turistas o autorizando crecimientos urbanísticos donde no hay más agua? ¿Cómo es posible que no existan políticas públicas capaces de hacer efectivos derechos básicos como la salud, una de las cosas que garantiza un medio ambiente sano? ¿Por qué los bancos siguen invirtiendo y atizando el fuego de los conflictos de un futuro cada vez más cercano?

Formamos parte de un engranaje colectivo en el que el agua no es vida, sino una mercancía. La agricultura y la industria suponen más de 3/4 partes del consumo mundial de agua, pero es más fácil desviar la atención sobre su insostenibilidad y exigir a la ciudadanía racionalizar la ducha o los cántaros, antes de asumir los límites económicos de los recursos hídricos. Es el mercado, amigos, y parece que será así, aquí y en todas partes, hasta la última gota.

Miquel Carrillo es miembro de Enginyeria sense Fronteres
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