Milei, el dedo y la luna
1. Ruido. La visita del histriónico presidente argentino Javier Milei a España ha provocado mucho ruido. Un personaje que solo haciendo equilibrios sobre la bronca permanente se puede mantener de pie. La falta de respeto a las normas y convenciones es su forma de estar en el mundo y de hacer creer a la gente que está cambiando las cosas para su bien, aunque lo que hace es un destrozo más en un país ya lo suficientemente agitado. Desde esa mentalidad, viajar por primera vez como presidente a un país sin acordar una visita de cortesía con el jefe de estado y con el presidente del gobierno forma parte de la necesidad de hacerse notar a cada paso, confirmando la debilidad psicológica que esconden a menudo estos personajes con vocación totalitaria. Sus palabras agresivas contra el presidente Sánchez y la fotografía con el presidente de la patronal, Antonio Garamendi, y representantes de importantes empresas inversoras argentinas –¿cómo no se lo pensaron dos veces?– ha aumentado el ruido. Y ha hecho que sus protagonistas salieran rápidamente a desmarcarse de las formas de hacer del personaje. Incluso el PP, que se dejó llevar por el reflejo automático de aplaudir cualquier crítica a Sánchez, ha tenido que hacer una rectificación ambigua. Resultado: Sánchez encuentra material para capitalizar en la campaña de las europeas. El PP está indeciso y deja que Vox gane espacio para seguir haciendo ruido.
Al final, este asqueroso espectáculo es una anécdota de una realidad mucho más inquietante: y, a riesgo de hacerme pesado, porque hace tiempo que insisto en esta idea, creo que no debe impedirnos ver el bosque. Y el bosque es la normalización del autoritarismo posdemocrático.
2. Distancia. Que el PP tenga que pensárselo antes de marcar distancias con Milei es sintomático. El acto reflejo se impone: todo lo que sea contra Sánchez vale. Y Feijóo ha dado pruebas infinitas de ello: de hecho, si alguien recuerda algún discurso suyo no suele ser por las ideas, que van escasas, sino por las descalificaciones del adversario. Pero este juego es peligroso porque abona el camino a Vox, que a medida que crece hace más evidente su efecto imán sobre el PP. El aislamiento de la extrema derecha –en un momento en el que en Europa no deja de conquistar poder– debería ser el objetivo común de la derecha liberal conservadora y de las izquierdas. Si la dinámica reaccionaria sigue creciendo habrá un momento en el que ya no llegaremos a tiempo y que, como ya está ocurriendo en otros países, la derecha se habrá inclinado toda hacia la vía autoritaria, la que pretende atemperar el malestar social con la reducción de derechos y libertades. La pregunta es si el PP será capaz de apostar por acorralar a Vox, sin dejarse llevar por su dinámica. Una opción que seguramente pasaría por cambiar el estilo de Feijóo, un líder sin atributos precisos, lo que, por otra parte, se haría inevitable si volviera a estrellarse en las próximas elecciones. Naturalmente, eso significaría asumir que acercarse a Vox, como hace desde hace ya demasiado tiempo –Feijóo ya hace suya la cuestión de la inmigración, favorita de la extrema derecha–, es jugar con fuego con riesgo de acabar cayendo en las brasas. Una derecha liberal conservadora es lo que no tiene España hoy y da miedo pensar que, como en otros lugares cercanos, ya hay quien da por superada esa posibilidad. La situación francesa, por poner un ejemplo cercano, es alarmante: la extrema derecha no ha parado de crecer, mientras la derecha exgaullista se apaga y los esfuerzos de Macron por consolidar un espacio liberal democrático potente no parece que puedan sobrevivir a su inevitable retirada cuando llegue al límite de dos mandatos presidenciales.
El autoritarismo potsdemocrático no es un mal exclusivamente español, imputable a las raíces franquistas de todo –una coartada que ya empieza a ser demasiado fácil– ni una anécdota transitoria: es una realidad que afecta a las democracias occidentales. Unos países donde el paso del capitalismo industrial al financiero y global ha hecho que la política pierda el pulso ante las consecuencias sociales de un nuevo modelo económico que amplía las desigualdades, abre vías de marginación inesperadas, con efectos devastadores sobre las clases medias, y destruye los mecanismos de redistribución y socialización.