

De muy joven le oí o leí en el historiador Josep Maria Ainaud de Lasarte una frase que, por su lucidez, me guardé en el bolsillo. Decía Ainaud que la relación entre Catalunya y España era un empate de impotencias: la impotencia histórica del poder español de acabar con la diferencia catalana, y la impotencia de Catalunya de quitarse de encima al poder español. Probablemente, Ortega y Gasset pensaba en lo mismo cuando formuló lo de la "conlevancia"como única estrategia posible frente a lo irresoluble"problema catalán". Seríamos, pues, ante una relación basada en la resignación, donde ninguna de las partes es nunca feliz.
(Yo añadiría que la relación se basa también en una falta de legitimidad histórica -es pertinente preguntarse si sin las violencias de 1640-1659, 17-11 7, Cataluña sería hoy parte de España– y también en una falta de consentimiento muy actual, dado que la ley que fija el autogobierno de Cataluña y la relación con el estado español, es decir el Estatuto vigente, no es la que votó el pueblo, sino la modificada a posteriori por el Tribunal Constitucional, lo que parece que la clase política y la opinión publicada completamente.
Pero hay una tercera impotencia que hay que añadir al análisis para que no quede coja, que es la de las élites políticas y económicas de Catalunya para mandar a España. Llama la atención, porque ocurre rara vez, que la primera región industrial, primera región exportadora y primera región contribuidora fiscal de un estado tenga una presencia tan escasa en las salas de mando del estado en cuestión. Tan escasa y, sobre todo, tan inocua desde el punto de vista del propio interés. Los poderes del Estado, tanto formales como informales, están hegemonizados por la España castellana. Cataluña no manda en España. Catalunya protesta, Catalunya rondina, a veces Catalunya influye, pero Catalunya no manda. Manda Castilla, o si lo prefieren, la gran Castilla, entendida como todos aquellos territorios de identificación nacional única y coincidente con la española. El estado es suyo.
Que Catalunya no manda podría demostrarse por varios métodos, como listar el lugar de nacimiento de las 500 personas clave del estado profundo, es decir las estructuras que no cambian con la alternancia política. Pero también puede comprobarse aplicando el sentido común a la simple observación de los hechos. Una Catalunya que mandara –hablo en términos estrictos de poder regional–, recibiría una inversión pública proporcional al esfuerzo fiscal que realiza. Barcelona estaría conectada con Valencia con alta velocidad (¡son la segunda y la tercera ciudad de España!), el corredor mediterráneo estaría hecho desde los años 90 para facilitar las exportaciones, Cercanías funcionaría normal, haría décadas que el Port estaría conectado con la frontera con ancho europeo, y la lengua catalana no debería temer a los tribunales del propio estado. Cosas muy básicas, que nada tienen que ver con un programa independentista, sino con el sentido común.
Ésta ha sido y es la impotencia de las élites catalanas: la incapacidad de mandar en España o, si eso era pedirles demasiado, la incapacidad de hacerse respetar. No es que no hayan actuado como clase dirigente nacional catalana, es que tampoco se han salido como lobio de defensa de los intereses regionales más elementales. 50 años después de la muerte de Franco, y 24 años después del profético artículo de Pasqual Maragall –"Madrid se va", diario El País, 26 de febrero de 2001–, podemos afirmar que, efectivamente, Madrid se ha ido, y que lo ha hecho ante la pasividad, la incompetencia y/o la complicidad de nuestras insignificantes élites que, para más inri y con un cinismo irritante, ahora culpa de todos los males a la única acción – ista. Proceso que nunca habría empezado si, antes, ellos hubieran hecho su trabajo mínimamente bien.
El empate de impotencias, pues, no es doble, es triple. La del poder español que no puede borrar la diferencia catalana, la de Cataluña que no es capaz de quitarse de encima a España y vivir al margen en libertad, y la de las élites catalanas que no son capaces de ejercer poder en España a favor de los intereses regionales básicos de Cataluña. Sin embargo, hay un matiz que ayuda a entender que este es un triple empate con ganador: el estado profundo español ha fracasado en su programa de máximos (borrar Catalunya), pero no en el de mínimos (mantenerla dentro del mapa, subordinada y pagando). En cambio, Cataluña ha fracasado en el programa de máximos (la independencia) pero también en el de mínimos (hacerse respetar). En nuestro país, pues, nadie está en condiciones de dar lecciones. Nadie.