Hoy hablamos de
Donald Trump en Washington.
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Como auguró Jürgen Habermas, la crisis de legitimidad que vive el mundo ha derivado en una irrefrenable crisis de identidades. Es en ese abismo de las sociedades laicas contemporáneas que aparece el fantasma de Thomas Hobbes y Carl Schmitt: ¿qué autoridad tiene cualquier ley o gobierno de esa república laica global que es Occidente?

El gran teórico de la dictadura, Schmitt, ya apuntaba hace un siglo que políticamente "el caos es más interesante que la norma". Esto es lo que aplica esta segunda administración Trump a base de un goteo incesante y agotador de medidas –o de anuncios de medidas– políticas que nos inundan lo cotidiano. Enmendar la ley e imponer la autoridad divina a golpe de decretos en una deriva irracional.

No se tienen en cuenta las consecuencias de las políticas arancelarias frontistas, más propias del siglo pasado, ni la enemistad que provocan las deportaciones selectivas según condición de raza, nación o ideología. El desprestigio global al que se ha abocado el país en cuestión de semanas choca con el largo medio siglo en el que América ha liderado el mundo ganando las mayores batallas políticas y culturales –desde el bloque comunista hasta el islamismo radical–. Europa Occidental nunca fue un problema. Todos recordamos la novela y película El amigo americano, un nombre que tiene sus orígenes en el Plan Marshall de 1948.

Esta dejadez de la hegemonía política es inaudita. Como dijo el gran pensador italiano Antonio Gramsci, es la hegemonía cultural la realmente capaz de dominar una sociedad –tanto a nivel nacional como global– mediante valores, costumbres e ideologías que se convierten en culturalmente aceptadas. La política soft de figuras como Kennedy, Clinton u Obama iba de eso. La imposición de modos de vida, a través del consumo musical, mediático, comercial e incluso alimentario al que Estados Unidos ha sometido al mundo durante décadas, también.

Pero este gobierno busca la enemistad con el mundo y con la historia. Busca una excepcionalidad que, de tan cotidiana, es permanente. El caos y el heroísmo son las dos únicas estrategias del supersoberano que se autonombra salvador del pueblo. Lamentablemente, esta retórica inunda la esfera pública global: desde los debates en los medios hasta los parlamentos o entre partidos políticos. En nuestro país y en la española, actores políticos como Aliança Catalana, Vox y el ayusismo se aferran a esta conflictividad antisistémica.

¿Es posible la acción disruptiva en el mundo actual o sencillamente corre el riesgo de quedarse en escaparate estético? Uno de los debates más importantes para la comprensión de la democracia lo disputaron durante la República de Weimar (1919-1933) el citado Schmitt, el gran pensador político conservador –y nazi–, y Hans Kelsen –el jurista más influyente del siglo XX–. Mientras el primero rechazaba el Parlamento en favor del régimen dictatorial, con una Constitución controlada por el gobernante –expresión única de la democracia–, el segundo abogaría por la separación de poderes y por un control jurídico de la Constitución –asignado en el Parlamento.

Hoy, sin embargo, la soberanía es una propiedad impura. Bascula entre dos poderes, uno a la baja y otro al alza: el poder de las naciones y de las Constituciones abre sus puertas a un cuarto poder –antes mediático, ahora algorítmico, en manos de corrientes tecnopolíticas, de consumo y de vigilancia que controlan nuestra cotidianidad–. La soberanía, tal y como la concibió Schmitt, ya no existe. Lo reconocía el propio autor, contemplando el auge de un capitalismo abrumador, pocas décadas después de pronunciar la mítica frase "soberano es quien decide sobre el estado de excepción".

Si Schmitt ganaba la batalla ideológica, Kelsen ganaba la sistémica, porque es tan cierto que la excepción produce caos ya la vez seducción como que la norma nos genera tanto aburrimiento como seguridad. No parece que, un siglo después, las estructuras del parlamentarismo occidental sean menos sólidas que en las puertas del Tercer Reich o de la Segunda Guerra Mundial. Bajo el régimen del derecho constitucional e internacional, que Trump ignora por completo, los procedimientos y la norma hacen muy escasa la capacidad de la excepción trumpista.

Hace pocos días, en un gesto inédito en la larga tradición constitucional estadounidense, el presidente del Tribunal Supremo, John Roberts –de afiliación claramente conservadora– advertía a Trump sobre las injerencias en la división de poderes al pedir la destitución de un juez federal que había bloqueado las deportaciones hechas por su gobierno. La inusual declaración era una forma de defender no tanto a la persona –el juez Boasberg– como al principio general –la indivisibilidad de los poderes que reina durante casi doscientos cincuenta años en la nación inviolable–. Pero tan incapaz de leerse un solo libro como hábil para intuir los anhelos de la gente, Trump respondía a su red social, Truth Social: "Solo hago lo que los votantes querían que hiciera". El supersoberano empresario ofrece una alianza entre el deseo de soberanía popular que remueve las clases desvalidas de una América que ya no devolverá y la soberanía del dirigente omnipotente. Es una pinza contra la soberanía nacional en manos de las instituciones representativas como el Parlamento.

El antagonismo frontal pone de relieve que el odio al foráneo se impone al bienestar de los propios ciudadanos. Cuando la acción política se mueve por las lógicas del castigo (México, Canadá, China), la venganza (Europa) o el chantaje (Ucrania), el efecto bumerán es tan probable en lo comercial y económico como en lo político y moral. Hoy nadie, o casi nadie, siente admiración por una nación que en el pasado ha dado oportunidades a todo el mundo.

La ciencia, la universidad y la educación son las últimas y más humillantes víctimas de esta deriva irresponsable que arroja por la borda décadas de ejemplaridad cívica, ética y profesional en infinidad de campos del conocimiento. De una forma naíf, aquella sociedad liberal acogió a perseguidos de todo tipo –desde intelectuales y judíos durante el nazismo hasta exiliados republicanos durante el franquismo–. Hoy, el camino hacia la democracia cívica es un viaje en dirección contraria. Ahora es el turno de Europa. Sólo hace falta que nos lo creamos.

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