La egopolítica manda. La acompaña, por todas partes, un arrollador narcisismo digital. Todo el mundo se exhibe, quien más quien menos tiene un (pseudo)artista en el cuerpo, un afán incontrolable de mostrarse y de mirarse. El viejo romanticismo artístico ha dado paso a un deformado romanticismo masivo comercial: el ego convertido en mercancía. También en mercancía política. Son tiempos de emotividad apasionada y mercantilizada. El pudor ha dado paso a la expresividad más desinhibida. La literatura (y la cultura) del yo se expande y tiene su correlato en la política personalista. Las ideologías han dejado paso a los individualismos estallantes y esperpénticos. Vivimos tiempos de inflamación del ser singular. Todos hemos sido siempre singulares, pero ahora lo somos más y más y más... El gregarismo de las masas del siglo XX, cuando lo que importaba era formar parte de la ola, ha sido sustituido por el individuo fuerte, supuestamente genial, único, superlativo.
Esta tendencia irrefrenable a inflar la propia personalidad ya empieza de pequeños, con la sobreprotección y adulación de los niños, siempre rodeados de un público entregado que les ríe todas las gracias y los hace reyes de la casa. Es el primer ensayo para lo que vendrá después: el salto natural al gran teatro de las pantallas, donde la audiencia se convierte en infinita. La sociabilidad queda condicionada muy pronto por esta dualidad egocéntrica: todo el mundo te mira, todos nos miramos continuamente. Nos felicitamos, nos sonreímos, nos halagamos. ¿Cómo no caer en la trampa de creerse (de creernos) especial?
En este baile infinito de egos hay sitio para todos. Pero más para unos que otros. La competición es feroz y adictiva. Y el podio, extremadamente volátil, como una feria de las vanidades efímeras. Ahora estoy, ahora no estoy. Para mantenerse, hay que extremarse, gritar más fuerte, desnudar toda el alma, reinventarse aunque sea traicionándose: lo que cuenta es la confianza absoluta en ti mismo, la contorsión sin límites. El mensaje es secundario, lo importante es la construcción del yo total y emocional, más allá de coherencias y razones, un yo educado desde la cuna para reinar con la gracia de sus gestos y ocurrencias. Un yo volátil.
Por supuesto, siempre ha existido la pulsión humana, humanísima, de buscar el lugar propio en el mundo. La autoconciencia nos distingue del resto de animales. Pero ahora, a remolque de las nuevas tecnologías, hemos elevado el ego a un trono absoluto. Durante siglos, por no decir milenios, sobresalían los más hábiles, inteligentes o atrevidos, unos pocos escogidos. Hoy el triunfo está al alcance de un clic, de un meme, de un golpe de suerte que todo el mundo busca esforzadamente. Se ha democratizado el éxito. Se ha banalizado la fama. Los sabios pasan desapercibidos, los necios ocupan los altares. Una mala imagen bien trabajada vale más que mil sabias palabras. Que hablen de mí aunque sea bien.
Vayamos al rey de la pista: Trump encarna ese poderoso exhibicionismo. El mundo es su espejo. Puede hacerse tanto la víctima como el gallito. Vive patológicamente como una estrella tertuliana de plató, vomitando su opinionitis histriónica, utilizando el gran poder político y militar del que dispone con la frivolidad de un adolescente maleducado. Sintetiza a la perfección el egocéntrico e insustancial mundo de hoy, en el que el conocimiento –pensamiento, reflexión, razón, diálogo...– ha sido desterrado en favor de la pirotécnica seductora basada en dualidades fácilmente manipulables y polarizadoras: buenos y malos, conmigo o contra mí, amor y odio, ricos y pobres, fuerte o débil. Así es la divisa dialéctica divisoria que nos abruma.
El insolente espíritu del tiempo se manifiesta cada día en esta superpersonalidad satisfecha de sí misma que escupe en la cara de quienes le plantan cara. Sin sus amadísimos enemigos, Trump no sería nada. Necesita afirmarse a la contra –ahora también contra Musk– porque, más allá de su teatro narcisista y despreciador, tiene poco o nada que ofrecer. Su mercancía es él y él es una mueca moralmente putrefacta que, voraz y procaz, se recrea en el autoconcedido derecho a ser rico y a sentirse superior. Esta es la esencia de la macroley que acaba de aprobar.