Morir de soberbia

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Mitin de Albert Rivera en la Hospitalet.

Los partidos políticos, como casi todo en este mundo, nacen, viven y, llegado el caso, mueren, incluso si en vida han saboreado las dulzuras del triunfo y del poder. En el estado español de los últimos decenios los ejemplos abundan, y son de todo tipo: la Unión de Centro Democrático, el Partido Demócrata Popular, el Centro Democrático y Social, el Partido del Trabajo de España o, en Catalunya, Convergència, Unió Democràtica, el PSAN, Iniciativa per Catalunya, etcétera. Desde esta perspectiva, la actual crisis y la eventual desaparición de Ciudadanos no tendrían nada de particular.

Aun así, hay un factor de origen que singulariza el caso de Ciudadanos, solo comparable en este sentido al de Unión Progreso y Democracia. UPyD nació y creció auspiciada por una serie de intelectuales y académicos (Fernando Savater, Mikel Buesa, Carlos Martínez Gorriarán, Andrés Trapiello, Mario Vargas Llosa...) que, en el contexto de la confrontación con el terrorismo de ETA, infundieron al partido un barniz de superioridad ética, de ser los buenos frente a un nacionalismo vasco poco o muy cómplice de la criminalidad etarra. Con todo, al frente de UPyD estuvo desde el primer día Rosa Díez, una política profesional avezada a los cargos institucionales a partir del 1979 gracias a su doble filiación al PSOE y la UGT.

Rosa Díez y Albert Rivera se abrazan, en 2007, después de la presentación oficial de UPyD como nuevo partido político.

Ciudadanos, en cambio, cristalizó por iniciativa directa de un grupo de soi-disants intelectuales –los quince firmantes, en junio de 2005, del manifiesto Por un nuevo partido político en Cataluña– que no se habían escindido de ninguna otra sigla –por más que muchos fueran decepcionados del PSC– ni arrastraban ninguna otra mochila que la de las respectivas vanidades. Esto inyectó al proyecto, desde el minuto cero, un complejo empalagoso de suficiencia moral y de arrogancia intelectual. No se trataba solo de derrotar al nacionalismo catalán en las urnas –objetivo perfectamente legítimo–, sino de estigmatizarlo como una antigualla, como un movimiento entre ramplón y totalitario equiparable al franquismo o al nazismo, de expulsarlo del espacio público “y devolverlo a la alcoba, junto al crucifijo, allí de donde no debió salir” (Arcadi Espada, 2006).

A pesar de que la arrogancia –ellos eran demasiado importantes para convertirse en vulgares “hombres de la limpieza” de la política– los mantuvo apartados del día a día del partido naranja, los padres fundadores introdujeron en la genética de su criatura una característica actitud displicente y despectiva hacia las realidades políticas que no les gustaban. La actitud entre prepotente y amenazante que exhibían Rivera y Arrimadas cada vez que eran entrevistados en TV3; la que los llevaba a arrancar lazos amarillos en municipios donde el apoyo a Cs era ínfimo; la que, cuando se estaba cocinando la operación Manuel Valls, llevó a Jordi Cañas, en una tertulia radiofónica, a decir que el francés era “el próximo alcalde de Barcelona”. La que, más adelante, empujaría a Rivera a desairar el papel de bisagra en la política española y a creerse capaz de sustituir al PP... 

Volviendo a los fundadores, los más conspicuos desarrollaron, en relación al partido y a su líder, una actitud sinuosa y errática. A veces, resentidos porque Rivera no les hacía caso, se mostraban decepcionados o directamente indignados: en 2009 Espada lo acusaba de haber puesto en marcha la autodestrucción del proyecto, e Ivan Tubau lo tildaba de “gánster de la política”. En otros momentos, sin embargo–sobre todo a partir del 2012, con Ciudadanos en ascenso–, a los fundadores les ganaba el orgullo paternal; y Espada se reconciliaba con Rivera, y Francesc de Carreras bendecía y asesoraba la expansión por España, y ambos –y otros– presionaban en 2016 para investir a Rajoy. Tres años después, no obstante, De Carreras se daba de baja por discrepancias con la “derechanización” del partido y su rechazo a pactar con el PSOE.

Arcadi Espada en una imagen de archivo.

Hoy la situación es otra. El 14-F catalán, las convulsiones de las últimas semanas, la desbandada de cargos públicos, las encuestas devastadoras marcan a Ciudadanos con los estigmas de la derrota y el fracaso. Y esto los padres intelectuales no lo pueden tolerar: la pretenciosa criatura política que parieron quince años atrás no puede acabar como una ruina que va cayendo piedra a piedra. Es preferible dinamitarla. 

De Carreras, pues, se ha apresurado a publicar un artículo en el que califica a Cs de “partido de amateurs, inútil y no fiable”, “en caída libre”, poseído por “la ignorancia y la arrogancia” (¡ha tardado bastante en descubrirlo!). Siempre más contundente y más teatral, Arcadi Espada deja, en otro artículo, a Albert Rivera como un trapo sucio e invita a los antiguos fundadores a subscribir un Manifiesto por la Extinción del partido naranja. “Tengo –reclama con su característica modestia– un inalienable derecho a organizar con cierta belleza y rigor formales el duelo”. 

Probablemente, estos sobrevenidos que se llaman Inés Arrimadas, Carlos Carrizosa, Edmundo Bal, etcétera, no le harán caso y, en lugar de celebrar un funeral bien coreografiado, intentarán exprimir los últimos coletazos de la marca. Sea como sea, entre el manifiesto cocinado en el Taxidermista en 2005 y el Manifiesto por la Extinción que Espada propone ahora hay un sólido hilo de continuidad: la soberbia.

Joan B. Culla es historiador

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