Todo estaba a punto y no había llegado nadie todavía. Había mesas puestas con servilletas rojas y mantel blanco, como la cal en la pared alta que tenía, arriba, una ventana llena de luz. La claridad era tempranera y sentías que también tú ibas compasado con la mañana.
Antes, quizás ayer –pero no lo podías asegurar–, habías llegado por una carretera estibada de coches: olor de asfalto, gusto de polvo y toques de claxon. Habías dejado tu coche en un parking que tenía en un rincón un rosal medio marchito, rodeado de un charco de aceite de motor. Habías tenido que buscar mucho rato (¿horas?, horas es mucho tiempo, te sentiste obligado a corregirte: pero ¿cuánto tiempo habías buscado, entonces?) hasta que conseguiste un sitio. Después quisiste hacer una pregunta al encargado, pero te respondió que no te atendería si le hablabas en tu idioma. El parking estaba abierto por arriba, pero el cielo estaba gris y había calima. Mujeres y niños pedían limosna entre los vehículos y sentías verdadera lástima, amortecida por la certeza de no poder hacer nada por ellos. Pensaste en las gacelas, que ven como una del rebaño es devorada por los tigres y, cuando el hambre del depredador se ha saciado, continúan paciendo tranquilas.
Después habías andado por el bosque, esquivando los vertederos de electrodomésticos, escombro y toda casta de porquerías que lo invadían. Había máquinas estropeadas, herrumbre, habías recordado cuando eras pequeño y te advertían del riesgo de contagiarte del tétanos. El cielo se había vuelto de color de betún y presentías que las aguas de los ríos y de los torrentes bajaban del mismo color. Las del mar estaban llenas de cadáveres. Finalmente habías visto la casa y te habías sentido atraído, y habías andado sin saber qué ibas a buscar.
Ahora, al abrir los ojos, estás en un rincón de la sala y escuchas la música en los altavoces, los gritos de alegría y el brindis de la novia después de tirar el ramo. Se acerca un camarero, “¿Puedo servirlo en algo, señor?”, y lleva una bandeja con copas y una botella de cava. “Estoy bien, gracias”, y vuelves a sentir que una mañana clara de verano te llega a través de la ventana y flota encima de la fiesta, que ha quedado detenida como en una fotografía para que puedas observarla bien. Piensas que ha llegado todo el mundo de repente, o que tal vez ya estaban y no te habías fijado con suficiente atención. Al lado, o por debajo del camino por dónde has venido, está este lugar donde unas mujeres se casan libremente, porque así lo quieren, y tú, sin que nadie te lo tenga que decir, estás invitado para celebrarlo.
Sebastià Alzamora es escritor. Su obra ha sido galardonada con los premios Salvador Espriu, Jocs Florals de Barcelona y Carles Riba, de poesía, y también con el Documenta, Ciutat de Palma Llorenç Villalonga, Josep Pla y Sant Jordi, de narrativa. Su última novela se titula 'Ràbia' (Proa).