

No hay día en que no nos den una ración de odio como la de Hamás con los israelíes secuestrados y exhibidos, vivos o muertos, como trofeos; o que no caigan sobre nosotros provocaciones insolentes como la del vídeo de la Gaza devastada por Netanyahu y convertida en una Riviera por Trump, o que nos golpeen secuencias más cercanas como la del centenar largo de personas que duermen en el aeropuerto de El Prat y que han sidoinvitadasa marchar, que no son sino una muestra de los cientos de asentamientos que cada día buscan cobijo bajo el balcón de casa.
Pensaba todo esto y me sentía nadando a contracorriente al empezar una nueva edición de los Diálogos de Pedralbes, que organizamos en el ARA con el Ayuntamiento de Barcelona. El martes por la noche estuvimos hablando de la vida buena (no hay que confundirlo con la acepción más fácil de la buena vida), en un diálogo entre la catedrática Victoria Camps y el profesor Daniel Gamper, y enseguida fuimos a parar a la ética. "Robinson Crusoe no habría necesitado a la ética porque vivía solo en una isla, pero nosotros sí porque vivimos en sociedad", puso Camps como ejemplo de la necesidad del autodominio, del equilibrio entre las virtudes y los defectos y de la responsabilidad individual para hacer posible la convivencia. Al final, uno de los asistentes se preguntó cómo era posible vivir una vida buena en un mundo de capitalismo salvaje como el de ahora. La respuesta fue una invitación a actuar: la ética parte, precisamente, de la conciencia de las imperfecciones personales y de la idea de que un mundo perfecto no existe. Y, por tanto, si tuviéramos que concluir que la vida buena no era posible, quizás lo dejáramos correr.