Tres hombres gestionando dinero
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A veces le encargo algo a un profesional y, cuando llega el momento de hablar del precio, me dicen, bajando un poco la voz, casi con rubor: "Es que a mí no me gusta hablar de dinero". Lo he oído varias veces, especialmente en el ámbito artístico o cultural. Y me sorprende. Porque lo dicen como si hablar de dinero fuera de mal gusto. Como si estuviéramos traicionando un código invisible de dignidad o de pureza profesional.

Algunos incluso añaden que deberían tener a alguien que les llevara estas cosas. Que a ellos lo que les gusta es crear, escribir, componer, interpretar, pintar. Y que la parte económica les resulta incómoda. Entiendo ese sentir, pero creo que se trata de un equívoco profundo. Como si pedir dinero por el trabajo que uno hace lo convirtiera automáticamente en alguien menos idealista, menos comprometido, menos humano.

Quizá tenga que ver con mi formación como economista. Yo no solo hablo de dinero: ¡escribo sobre dinero casi todos los días! Ya me he acostumbrado a ello. Pero sigo pensando que ese rechazo a poner precio a lo que uno hace es un pesar mal entendido. Una especie de culpa heredada, como si pedir una compensación por nuestro esfuerzo fuera signo de codicia o de apoyar un mundo materialista y poco ético.

A quien así se sienta, le doy una idea: no habléis de dinero. Hablad de valor. Porque el trabajo tiene valor. El talento tiene valor. Las ideas tienen valor. La creación, el tiempo, el oficio, la experiencia, todo esto tiene un valor. Y el dinero es solo el instrumento que utilizamos para reconocer y transferir ese valor.

En la economía, el dinero se define por dos funciones esenciales: medio de intercambio y depósito de valor. El dinero es como una batería con energía dentro. Y dentro de esa batería está la energía personal. La de tu esfuerzo. El valor de tu conocimiento. El valor de lo que sabes hacer. Cada vez que cobras por tu trabajo, no estás cobrando billetes, estás recibiendo pilas cargadas con todo lo que vales como profesional.

Por lo tanto, no, no deberíamos tener vergüenza. Hablar de dinero no es hablar de avaricia. Es hablar de reconocimiento. Es hacer visible lo invisible: todo el proceso, la dedicación, el aprendizaje, las horas que hay detrás de cada servicio que prestamos.

Lo que tendríamos que enseñar no es a callar cuando se habla de dinero, sino a explicarlo. A argumentarlo. A defenderlo con naturalidad. A poner precio al valor sin miedo, sin culpa, sin excusas. Porque no hay nada de lo que avergonzarse por el hecho de que nuestro trabajo tenga valor. Al contrario. Y si hablamos con naturalidad del valor que aportamos, también acostumbramos a ocupar el lugar que realmente merecemos.

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