No podría estar más de acuerdo con el artículo de Jennifer Weiner que el ARA publicaba hace sólo unos días, titulado "Por qué sí que importa que Jennifer Lopez sea ahora Jennifer Affleck". El escrito, publicado originalmente en el New York Times, pone el énfasis en un tema que, como bien comenta la autora, puede parecer menor en una época en la que, entre otras cosas, Estados Unidos evidencia retrocesos importantes en ámbitos como el aborto o los derechos de los matrimonios homosexuales, pero que, personalmente, percibo como uno de las costumbres más rancias, obsoletas y machistas de la cultura anglosajona: el hecho de que la mujer se cambie el apellido cuando contrae matrimonio con un hombre.
Uno de los ejemplos más recientes de este automatismo es el de Jennifer Lopez, casada desde hace poco con Ben Affleck: una artista consolidada, con una carrera prolífica y exitosa detrás, que ahora opta por cambiar de nombre por el hecho de casarse con el actor, despidiéndose de rebote, y aunque sea parcialmente, de una parte de su personalidad profesional y de su identidad creativa, íntima y personal. Detectar el machismo inherente a este hábito no cuesta lo más mínimo: no en balde, los hombres no cambian de nombre al casarse, ni siquiera cuando la mujer es claramente más poderosa que el marido. Algunas actrices conocidas, como por ejemplo Robin Wright, optaron por añadir el apellido de su marido detrás del suyo –Robin Wright-Penn–, con un guion que desaparecía al llegar el divorcio –de Sean Penn, en el caso de Wright–.
No me puedo imaginar cómo debe de ser observar tu vida y encontrarte en la coyuntura de que en los créditos de una película que has protagonizado en el pasado figure un nombre que ya no te define en la actualidad. En tiempo de empoderamiento feminista, no deja de ser muy contraproducente que algunas mujeres todavía opten por abrazar un cambio de nombre que transforma la unión entre dos individuos iguales en una especie de supeditación simbólica de ella hacia el marido, como si este gesto fuera inocuo, secundario o incluso romántico: de hecho, la misma Jennifer Lopez ha revestido de amor hacia su pareja su determinación de hacerse llamar Jennifer Affleck a partir de ahora.
En otros artículos he matizado aspectos que no comparto de la defenestración del romanticismo, y el matrimonio también me parece un contrato válido y respetable entre dos personas que quieren oficializar un sentimiento, un anhelo de continuidad o, simplemente, una voluntad de permanecer junto a la otra persona mientras permanecer tenga sentido. Alterar la propia individualidad en el proceso, sin embargo, es una derrota del feminismo, de la modernidad, de la idea de que toda unión tendría que materializarse desde el reconocimiento de la alteridad y la unicidad de la pareja, así como de su idiosincrasia íntima, que en ningún caso se tendría que someter al otro, tampoco a un nivel nominal.
El nombre no es una cosa menor, al fin y al cabo, y por eso fue relevante que, también en nuestro país, se produjera una reflexión sobre el automatismo que conducía a los profesionales de los registros civiles a situar en primer lugar el apellido del padre si no se hacía la petición contraria, al registrar la descendencia. El hecho de relegar, como primera opción, el apellido de la madre a la segunda posición perpetuaba la idea de que el padre, el marido, tenía también una posición preponderante sobre los hijos, una dinámica que se erige en el reverso o la adaptación propia de la costumbre anglosajona mencionada. Evidentemente, no se trata de impedir que los niños tengan el apellido del padre en primer lugar, ni de imponer el automatismo contrario, nada de esto. De lo que se trata es de evitar la inercia, la decisión no meditada al servicio de una tradición tan arbitraria como la mayoría de tradiciones que podemos, o no, cuestionarnos.
En cualquier caso, los procedimientos que conducen a la configuración de la identidad nominal de una personita que acaba de llegar al mundo van ligados a la nueva vida, a la creación de una individualidad que tiene que empezar en algún punto. En cambio, la decisión de trastocar la identidad preexistente, ya adulta, y de adaptarla sucesivamente a la de todos los hombres con los que se pueda llegar a contraer matrimonio –no me extraña que en los países anglosajones sea tan complicado encontrar a un antiguo compañero de clase en las redes sociales si se desconoce la trayectoria conyugal– es lamentable a muchos niveles; un paradigma que, como dice Weiner, trasciende el ámbito estrictamente personal para volverse político, más todavía cuando hablamos de alguien como Jennifer Lopez –ahora Jennifer Affleck–, cuyas decisiones son, además de políticas, extremadamente mediáticas, observadas y admiradas.