Los nuevos románticos

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Alvise Pérez tras conocer los resultados electorales en las europeas.

En 1815, Europa estaba devastada. Las guerras napoleónicas habían consumido recursos y ánimos. La derrota final del general corso que se coronó emperador parecía disipar cualquier esperanza de cambio: el poder seguiría eternamente en manos de absolutistas hereditarios. La revolución de 1789 había quedado (aparentemente) en nada.

Y de las cenizas continentales surgió el romanticismo.

El terreno estaba abonado. Los primeros brotes románticos habían surgido, como reacción a la Ilustración y al racionalismo, a finales del XVIII. Y en ese mismo siglo Emmanuel Kant había dado un revolcón a la epistemología: según él, nuestra percepción de la realidad, limitada a las capacidades de nuestros sentidos, era tenue en el mejor de los casos. La experiencia completa de la realidad era imposible. Volvíamos de lleno al idealismo.

La filosofía europea empezó a escribirse en alemán: Hegel, Schopenhauer, Nietzsche. Dejemos de lado al primero: fue el gran filósofo del momento, obtuvo reconocimientos, vivió bien, se casó y tuvo un hijo y, en fin, disfrutó de una vida razonablemente feliz. Cuesta entender su obra, pero su mecanismo dialéctico aún mantiene su utilidad, por la vía idealista o la del materialismo.

Nos interesan los otros dos: dos hombres inteligentísimos, convertidos en misóginos tras sendos fracasos sentimentales, empeñados en mostrarse como no eran y rebozados en frustración. Schopenhauer y su discípulo Nietzsche promovieron ideas tremebundas; nunca en la historia de la filosofía se habían escrito cosas tan salvajes. Podría pensarse que los dos habían sufrido experiencias vitales terribles. En realidad, tanto el uno como el otro disfrutaban de cómodas rentas vitalicias, disponían de mucho tiempo para perderse en cavilaciones y, en cierto sentido, jamás tuvieron que salir de la adolescencia.

Recordemos: en el siglo del romanticismo, los sentimientos y las emociones adquirieron primacía sobre la razón. Esto es fundamental.

El mundo como voluntad y representación, la gran obra de Arthur Schopenhauer, está llena de fogonazos deslumbrantes y, además, se entiende. En resumen, viene a decir que el mundo es lucha, dolor y miseria, en un bucle interminable de sufrimiento del que tira la voluntad, es decir, el ansia de vida. El optimismo “es una burla”. Hasta aquí, lo esperable en un gran pesimista. La conclusión práctica resulta un poco más peliaguda: según Schopenhauer, lo mejor que podría hacer la humanidad es dejar de mantener relaciones sexuales y extinguirse. Su propuesta final es el suicidio colectivo. Vaya.

Friedrich Nietzsche proclamó que el valor fundamental era la fuerza y que la moral vigente venía a ser una conspiración de los débiles para maniatar a los poderosos e imponer, por la vía de paparruchas como el cristianismo y la democracia, el imperio de la mediocridad. Él, por supuesto, era un genio, uno de los fuertes, un héroe sin miedo a la verdad. Aunque su condición real era otra.

Quiso ser soldado y a la primera cayó del caballo, quedó maltrecho y fue enviado a casa. Luego fue aceptado como enfermero: en cuanto vio las atroces heridas de guerra enfermó y de nuevo tuvo que volverse a casa. Era patológicamente bondadoso, un alma cándida y desprendida que en sus textos, famosamente amparados por Zaratustra (Zoroastro), se presentaba como un dios tronante y despiadado.

Por supuesto, mientras Schopenhauer y Nietzsche formulaban su filosofía, Europa levantó el vuelo, construyó ferrocarriles, volvió a los ensayos revolucionarios y se adentró, para lo bueno y para lo malo, en el capitalismo y la industrialización. Pero ambos dejaron huella. Un siglo después, el nazismo adoptó Así habló Zaratustra como uno de sus libros de cabecera. Pobre Nietzsche, tan bueno que acabó loco.

Los románticos de los que hablamos estaban convencidos de que el sueño de la razón produce monstruos. Lo cual no es siempre incierto. Pero acabaron demostrando (al margen de la brillantez de sus razonamientos: un filósofo puede darse por satisfecho si escribe en su vida un párrafo original y verdadero) que el sueño de las emociones también produce monstruos que, además, son estúpidos.

Hoy, ahora, en esta era nuestra de emociones, sentimentalismo, pataletas infantiles e hiperconectividad, con la política y los medios engarzados en una mecánica perversa (cuanta más mentira y más furia, más beneficios), no puede sorprendernos ningún resultado electoral. Somos como adolescentes consentidos que inventan conspiraciones para disimular sus inseguridades. En realidad, me extraña que el tal Alvise no haya obtenido más votos. Espero que no tenga que ocurrir algo atroz para que recuperemos el contacto con la realidad. 

Enric González es periodista
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