El rey Frederic X de Dinamarca estrenó cargo hace justo un mes y, cansado de sus obligaciones, ha decidido tomar unas vacaciones que se consideran polémicas pero no lo suficiente para renunciar a ellas. Mientras el rey y su familia están en los Alpes suizos, su madre, la reina Margarita, que abdicó hace un mes en beneficio de su hijo, ha vuelto al cargo como regente, mientras el heredero esquía donde hay nieve y descansa allí donde el lujo repone plácidamente. Según las crónicas, los daneses están tranquilos con su madre al mando. La polémica es, pues, relativa, porque en el fondo y en la forma se acepta que el rey se esté centrando en salvar su matrimonio y su familia, pilares de la institución anacrónica que representa. Y en cualquier caso, él ya se ve que ha hecho lo que le ha salido de dentro y con los gastos pagados. Un consentido.
Hemos dejado que de las historias monárquicas se ocupen las revistas del corazón y las secciones de mirones de los periódicos, pero es extraordinaria la poca exigencia que se tiene sobre estas casas reales en las que vemos cómo sus miembros hacen y deshacen, con más o menos escándalos pero sin coste personal alguno. Incluso el emérito Borbón, que algunos le tratan de exiliado cuando en realidad va y viene cuando quiere, ha sido tratado literalmente como un rey por el hecho de serlo. Aún es hora de que se sepa qué nos cuesta su mantenimiento en el extranjero. Y no hay un movimiento mayoritario por todas partes que esté cansado de mantener estas monarquías que quieren ser modernas con lo que les conviene. La contradicción que asumimos es máxima: es imposible pretender ninguna contemporaneidad mientras se pasan las coronas de padres a hijos sin tener que responder a ninguna de las exigencias que les corresponden y que han inventado ellos, por otra parte. Lo único moderno que puede haber es que no haya monarquías. Lo demás es sostener las coronas sin escándalo o renunciar a ellas si les apetece una vida plebeya. Pero no les apetece. Lo que quieren es una vida sin los corsés que les impone el cargo pero con todos sus beneficios. Y ponerse uniformes y vestimentas y salir al balcón a saludar a una ciudadanía que quizás no necesita monarquías pero tampoco las detesta lo suficiente. Pero una cosa es que te guste y te enganches a The Crown y la otra que te parezca bien todo lo que ves. Que también nos enganchamos a The Sopranos y no por eso estamos a favor de la Mafia.
En España, el rey Felipe VI acaba de defender la independencia judicial. No es broma, aunque lo parezca. Que un rey, hijo de su padre, defienda la independencia judicial de España y la separación de poderes como algo incuestionable, y que además nos recuerde que todas somos iguales ante la ley, efectivamente, sólo puede ser un chiste. En nuestro mundo imaginario. En el mundo en el que vivimos es noticia y es titular serio. Si es que te sabes aguantar la risa, insisto. Sobre todo viendo la independencia con la que se trata ahora la amnistía. Y recordando cómo Felipe VI ha expresado opiniones políticas que con su cargo debería reprimir. Eso sí, debemos creer que los principales defensores de la democracia son los reyes y las reinas. Les toca jugar este papel. Pero alguien debería empezar a pensar en serio que no podemos vivir en este chiste perpetuo y que es demasiado incoherente, por mucho que se defienda históricamente, que unos señores y unas señoras que han nacido en un palacio sigan alargando sus privilegios y haciendo lo que les da la gana porque ellos, como nosotros, también son personas. Pues no. De la misma forma que yo no soy reina. Ni ganas.