La opción de la ingenuidad

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La opción de la ingenuidad

Durante los años del Procés muchos catalanes experimentaron que la distancia entre Barcelona y Madrid es bastante más grande que los poco más de seiscientos kilómetros que separan las dos ciudades. La unidad de España es un cemento que trasciende las ideologías de la derecha o la izquierda, y la lógica progresista que se aplica a otras cuestiones con criterios democráticos, liberales y de defensa y protección de la diversidad, no se aplica si afecta la cuestión catalana. O, mejor dicho, los criterios transformadores no se aplican cuando se habla de la unidad de España, que se considera un bien superior. Así ha sido históricamente y el embate en el País Vasco primero y en Catalunya después ha hecho vivir al sistema democrático español episodios que lo han erosionado tanto internamente como de cara a sus socios europeos. Episodios de uso de la fuerza o el terrorismo de estado y la actuación política de los tribunales, en manos de la derecha más conservadora, han sido absorbidos mayoritariamente por la opinión pública española sin grandes contradicciones.

España es una y homogénea y esto está por encima de otros valores, ya sea en la actuación de la judicatura, de la monarquía o de la prensa orgánica. Como decía sin vergüenza un director de diario de la derecha española, “la unidad de España está por encima del periodismo”. También en Catalunya hay medios en que la ideología política está por encima del rigor periodístico, pero este será el tema otro día.

Entender la sociedad española y lo que representa un estado tendría que ser uno de los aprendizajes de la política catalana de los últimos años. El expresident Jordi Pujol, que malogrado su legado -de momento y hasta que la historia pueda hacer un balance- con la corrupción familiar, sabía perfectamente qué es un estado y cómo actúa. Su capital político fue saber sacar el máximo provecho hasta que la mayoría absoluta de Aznar ya no lo necesitó. De hecho, Pujol conocía tan bien el funcionamiento del poder que si tenemos que hacer caso del comisario Villarejo, una de las ratas de la cloaca, la familia compartía banco y negocios con las más altas instancias del Estado.

Muchas de las decisiones políticas del Procés se explican por improvisación y por la atomización y desconfianza interna de los partidos soberanistas, pero también por su desconocimiento del poder de un estado. Si el soberanismo algún día se reordena estratégicamente tendrá que dejar de lado la ingenuidad, tendrá que haber aprendido la lección. Pero cualquier desafío al Estado solo tendrá legitimidad, y por lo tanto posibilidades, si tiene una mayoría democrática holgada, reconocimiento internacional y no es violento. Se trataría de dejar la ingenuidad del desconocimiento, pero no la opción, quizás también ingenua para algunos, del pacifismo y la democracia.

Esta semana, con el cumplimiento del décimo aniversario del final del terrorismo de ETA, se ha reproducido una cierta fascinación por la política vasca. Una fascinación inmerecida. Los políticos vascos aprendieron antes y desde el error del terrorismo lo que es la bota de un estado y su capacidad de respuesta cuando se pone en entredicho su esencia. Por eso hoy los vascos son los más pragmáticos de los pragmáticos.

Está bien poner las palabras de Arnaldo Otegi en valor, agradecerlas, pero el mundo abertzale no merece la fascinación con la que algunos lo miran. Tiene mérito ser crítico dentro de una organización que te puede volar la cabeza, tiene mérito llevarla desde dentro a la disolución y la autocrítica, pero hay 853 muertos que nunca serán un error sino una barbarie. Una atrocidad cometida gracias a los silencios del miedo, la connivencia de la sociedad con las barbaridades de unos y otras y la cobardía de muchos que no han mirado a los ojos a las víctimas.

La vía pacífica no quita firmeza a las reivindicaciones. Cualquier libertad es un camino largo sin atajos. Vale más pecar de ingenuidad que cargar con el peso de los pistoleros y el silencio cómplice hecho de miedo.

Los vascos mantienen hoy una situación de privilegio dentro de España, gracias al control de su fiscalidad y a la nula solidaridad con el resto de comunidades. Una situación de ventaja ganada en buena medida desde la extorsión de la violencia. El Estado sabe que el privilegio vasco no se puede generalizar y que la economía catalana tiene que fertilizar otros territorios. Pero también sabe que el equilibrio actual no es estable. La respuesta desde Madrid, por parte de la derecha, es la involución, la uniformización y la recentralización; y, por parte del centroizquierda, una transformación sin concreción. El único instrumento útil de las “periferias” es ahora mismo condicionar las políticas de un gobierno que necesita mirar fuera de Madrid para mantenerse vivo, lo único que interesa al inquilino de La Moncloa.

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