Este es el país de Rosalía pero también es el país de Oques Grasses. La comparación entre artistas siempre es falsa e injusta, y estoy seguro de que hay miles de fans de ella y de ellos que viven felices y satisfechos de ser coetáneos. Pero si el éxito internacional de Rosalía es un fenómeno único, también merece atención la capacidad de convocatoria de Oques Grasses, que ha llenado ya dos estadios de Montjuïc y va camino de los cuatro (igualando un récord que estableció Coldplay, se dice pronto).
Y aparecen grupos nuevos cada día, y triunfan Mushka, The Tyets, La Ludwig Band, Figa Flawas... Y bandas consolidadas como Sidonie sacan un disco en catalán y lo llevan de gira por España y no se acaba el mundo. ¿Y tenemos que creer que es una lengua moribunda la que es capaz de vehicular este entusiasmo, este éxito, esta comunión? Hay una tradición creativa en el país, y un nivel de compromiso, y una masa crítica de catalanohablantes que permite este tipo de milagros. Milagros que hace tres o cuatro décadas no existían, porque aunque los nativos éramos un mayor porcentaje de la población, éramos menos en términos absolutos. Ahora, además, florecen artistas menos acomplejados; ha aparecido un espécimen extraño, que es el creador catalán que no tiene ninguna prisa por cambiar de idioma y poder firmar autógrafos en Ciudad Real. O si la tiene es porque en España, y en castellano, se paga mejor; cosas del mercado. Esto no es fácil de solucionar. Pero el éxito de un creador tiene que ver con cambiar las cosas, no con ser víctima de ellas (o tal vez cómplice). No hay duda de que Oques Grasses forman parte del primer grupo.
Otro ejemplo: el festival Hilària, impulsado por Cruïlla, la gran cita del stand-up comedy en catalán, que ha agotado prácticamente todas las entradas con una hornada de humoristas que hacen algo tan sencillo como es trabajar en su lengua y además ganarse la vida. Hace 30 años, la comedia catalana solo existía en forma de teatro comercial y en la burbuja –la burbujaza– de TV3. No había nada parecido al Hilària. Pero es que además no existía el ARA, ni RAC1, ni Cruïlla, ni un circuito estable de festivales en el territorio, ni La Sotana, ni el Canet Rock, ni los grupos de Impro, los podcasts y los tiktokers. El catalán es vehículo de expresión mientras el suflé de las esteladas sube y baja, mientras el paisaje humano cambia, y los hijos ilegítimos de Paco Candel proclaman que, por culpa del independentismo, la lengua catalana "se ha vuelto antipática". Y la prensa española les ríe las gracias y los victimiza. Que les den: Catalunya se reinventa siempre con savia nueva, y esa eterna metamorfosis es lo más inmutable que tenemos como país.
Os habréis dado cuenta de que no he escrito ni una palabra relacionada con la vida política, porque todo esto ocurre mientras los partidos van a la suya, cada vez más extraviados en su laberinto. Lo digo con pesar, porque si algo demostró el Procés es que sin política no se hacen cambios duraderos; la lengua es un derecho y pide impulso y protección contra la inclemencia del mercado. Pero ahora imagino el Estadi de Montjuïc lleno de jóvenes disfrutando de Oques Grasses, jóvenes en edad de votar, y me pregunto si el actual PSC acomodado, los independentistas desnortados o los islamófobos de Aliança Catalana tienen la capacidad de hacerlos soñar, de darles las herramientas, de vehicular su potencial. Pero otro rasgo inmutable del talante del país es que la gente actúa sin pedir permiso, sin dejarse contagiar por la apatía, sin excusarse en la promesa de una libertad política que nunca acaba de llegar. Quizá por eso un estadio parece más fácil de llenar que una urna.