El todo contra el panfleto

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Felipe González, en una imagen de archivo

1. Felipismo. Es espectacular la rabia que genera Sánchez en el felipismo. Podemos realizar una lectura superficial. No se perdona fácilmente que aquel militante desconocido que irrumpió mientras el felipismo intentaba controlar la sucesión, tras sus desacuerdos con Zapatero, les plantara cara y los acabara apartando. Es lo que ocurre cuando un poder quiere prolongar su influencia más allá del ciclo natural de crecimiento, estabilización y decadencia. Hay un momento en el que solo queda el berrinche: discursos antipáticos contra la amnistía y el desmantelamiento de España con aires de ultratumba.

El PSOE bajo el liderazgo de Felipe González llegó al poder en 1982 con una autoridad política y moral sin precedentes y con la derecha todavía desconcertada en el tránsito entre la UCD de Suárez, demasiado liberal para la tradición española, y la llegada restauradora de Aznar. Una vez instalado, las inercias del poder y el peso de la memoria reciente (el 23-F no estaba tan lejano) hicieron que el PSOE de Felipe González se preocupara más de la afirmación de su poder y de las instituciones que de dotar al país de la cultura democrática que no tenía y que se desarrollaran unas pulsiones autoritarias que culminaron con los GAL y otras formas de corrupción corporativa, con Roldán como símbolo. Un gran capital democrático se fue desgastando. Y el régimen se fue cerrando. Cuando Aznar ascendió al poder encontró terreno abonado para seguir en la radicalización del bipartidismo y, por tanto, en la hegemonía del ejecutivo sobre el Parlamento. No fue hasta después, ya con Zapatero en el poder, cuando el terreno de juego empezó a ampliarse sensiblemente.

El felipismo, una vez se quitó de encima a Zapatero, y ya sin otra autoridad que la nostalgia, quiso cerrar la puerta a quien ante la evidente decadencia del partido se ofrecía a pasar página y llegaba con aires nuevos. Y Pedro Sánchez pasó página. Con un año de peregrinación de sede en sede, conquistó a la militancia y puso en evidencia a los herederos del felipismo. De repente parece como si la amnistía y el pacto de legislatura, con el protagonismo del independentismo catalán, tuvieran que darles una oportunidad de volver a hacerse oír. Ni que fuera un canto del cisne. Y no han sabido reprimirse. Incapaces de aceptar que su tiempo ha pasado, buscan lo imposible: que los demás les hagan caso. No se han enterado: a ellos les tocó desmontar el franquismo y lo hicieron de manera suficientemente razonable, aunque es legítimo pensar que se podía haber ido más allá.

2. Ligereza. Ahora la labor de un gobierno progresista es impedir el retorno de las derechas autoritarias que crecen sin cesar y en las que se refugia una derecha que se resiste a afrontar los problemas de cambio de época que crean desorientación y son terreno de cultivo para al autoritarismo. Como siempre, en estas mutaciones las pulsiones autoritarias encuentran terreno abonado para entrar en su momento favorito: blanco o negro, estás conmigo o estás contra mí, y de paso contra la patria. Es el modelo por el que ha optado Feijóo y al que se están apuntando el felipismo, Juan Luis Cebrián y sus artículos canónicos y, lo que es aún más grave, algunos reconocidos intelectuales de espíritu crítico, que parece como si de vez hubieran girado la perspectiva: del "panfleto contra el todo al todo contra el panfleto".

Es la insoportable ligereza de los humanos, la necesidad de hacerse ver: yo todavía estoy aquí. Siempre acaba apareciendo la patria como coartada (y obviamente solo hay una). E incluso algunos se sienten como en casa manifestándose con Abascal y compañía. Sin embargo, en este punto todos los bandos se acaban reencontrando: la necesidad de la condición humana cuando existe mudanza de creer en algo superior e intocable (ya sea en el cielo o en la Tierra). Sorprende, sin embargo, ver cómo algunos, como si hubieran caído del caballo, deshacen el camino para volver de la libertad al imperativo trascendental. Gente de tradición crítica y liberal que de repente son incapaces de aceptar que los problemas políticos tienen que resolverse políticamente. Y de asumir que es momento de encontrar vías para salir de la situación de excepción creada por el independentismo en 2017, que el Estado quiso resolver con el autoritarismo, que es muy distinto a la autoridad.

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