España ha llegado a otra final futbolística y vuelven a la catalana tierra las discusiones metafísicas. En realidad, todo es bastante más sencillo: la gente –entendiendo por gente la mayoría, el pelotón que tiene patrones de consumo similares– es de lo que hay. Si no lo hay, es imposible serlo. Más aún si lo que hay es lo que siempre ha tenido el monopolio legítimo de la representación simbólica internacional. Si encima resulta que juega un niño prodigio que hoy cumple diecisiete años, es catalán y juega en el Barça, y el equipo ha jugado un fútbol como para merecer la Eurocopa más que ningún otro conjunto, la mayoría no se pone piedra alguna el hígado, porque la gente es de lo que hay, sobre todo cuando gana. Y lo que existe es selección española, y lo que no hay es selección catalana.
Naturalmente, se puede ir en contra de lo que hay y, en el caso de la roja, las razones para que un catalán pueda ir con España son obvias. Ves cómo juegan a fútbol y te parece una cuestión de estar en la esquina correcta del deporte. Pero una cosa son los gustos futbolísticos y otra ser socio del propio club que los orgullosos exhibidores de banderas, monteras, caras pintadas, bombos y lololos, animados por los mismos locutores para los que la selección española debería ser una continuación del Madrid pero por otros medios. Lo tienen todo a favor, incluso las pantallas instaladas en las plazas públicas que facilitarán la imagen uniforme de país unido por una misma causa. Ante lo cual existe el derecho a proclamar que nosotros no somos de ese mundo.